El renacer de la Historia (espacial)

por Rafael L. Bardají, 1 de junio de 2020

Si fuese verdad, según las teorías de Francis Fukuyama, que la Historia acabó en noviembre de 1989 con la descomposición del régimen comunista de la Unión Soviética y sus satélites del centro de Europa, también sería verdad que la Historia ha vuelto a nacer el 30 de mayo de 2020, exactamente a las 15:22 hora de la Costa Este de Estados Unidos, las 21:22 en España. Ese fue el momento en el que, tras un a década de no poder lanzar a ningún astronauta desde suelo americano, América ha vuelto al espacio por sí misma. El primer gran impulso lo dio John Kennedy; éste lo está dando Donald Trump. Lo siento por sus críticos obsesivos.

El lanzamiento de los veteranos Bob Behnken y Dough Hurley es un punto de inflexión en términos históricos y estratégicos. Por muchas y buenas razones. Para empezar, por lo que hemos mencionado: tras la última misión del transbordador Atlantis, el 8 de julio de 2011, la única forma que los Estados Unidos tenían para enviar a sus astronautas a la Estación Espacial Internacional era recurriendo a los servicios de los rusos. Por unos 80 millones de dólares, la NASA podía comprar un billete espacial (de ida y vuelta) a bordo de una cápsula Soyuz con salida desde el cosmódromo de la agencia estatal Roscosmos en la ciudad kazaja de Baikonur. Una dependencia tecnológica aceptada con gusto por el presidente Barack Obama, el gran recortador de los fondos asignados a la NASA, pero absolutamente contraria a la lógica nacionalista de Donald Trump, a pesar de cuanta colusión con el Kremlin ha querido ver la prensa de izquierdas. América no podía ser grande otra vez sin la capacidad técnica de poner en órbita a sus astronautas por sus propios medios. Punto. Trump siempre ha defendido la exploración espacial y avisó de que los Estados Unidos volverían a la Luna y, después, irían a Marte. Hoy se ha dado ese primer paso para la Humanidad. Al menos para la parte americana.

La segunda relevancia de este lanzamiento concreto –y que va contra toda la lógica de los Gobiernos de izquierda, especialmente el pedropablista– es que la hazaña no se ha producido gracias a la inversión, el tiempo y los funcionarios de la Administración. Muy al contrario, este resurgir de la historia espacial se debe a una empresa privada, creada, orientada y dirigida por un joven tan visionario como extravagante, Elon Musk, quien allá por 2002 tuvo el genio de valorar las posibilidades de expandir nuestras fronteras planetarias y creó SpaceX. No sólo eso: todos sabemos de sus coches eléctricos marca Tesla (que en Madrid usan con profusión los conductores de Uber, y que estarían aún más generalizados si la izquierda no les hubiera declarado la guerra), o del proyecto del Hyperloop, ese tren bala que conectaría Los Ángeles con San Francisco a 900 kilómetros por hora. Alguien que pone de nombre a su hijo X AE A-12 no puede ser normal y limitarse a los límites de la pobre cotidianidad.

 

Es más, por más que muchos le tacharon de loco y de querer engatusar a sus accionistas con un proyecto descabellado, la Historia le ha dado la razón. Hoy, en esa América que, como decía Kennedy, eligió ir a la Luna no porque fuera fácil sino porque era difícil, "porque ese objetivo nos permitirá organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades", se han apuntado a la nueva carrera espacial otras empresas privadas que no pueden ser calificadas de alocadas o irresponsables, como Boeing. Tal como sucedió con los inventores del dron Predator, no fueron las tradicionales, las más grandes y las más burocráticas las motivadoras de este nuevo impulso, sino las más pequeñas y nuevas, SpaceX, Virgin y Sierra Nevada. Apple y Windows no nacieron de ninguna agencia estatal, sino de un garaje. Porque las sociedades dinámicas son las que permiten esa innovación, no las que la frustran con regulaciones imposibles de cumplir ni las que castigan el riesgo empresarial con más y más impuestos. Si alguien quiere otro ejemplo de eficacia, que mire a Israel, una nación que se ha convertido por méritos propios en el laboratorio de la innovación mundial. Si hoy la NASA sigue existiendo no es gracias al dinero público y al apoyo del Estado, sino al dinamismo de las empresas privadas.

Una tercera consideración de naturaleza estratégica: frente al impulso civil americano, la rigidez y complacencia de la agencia espacial rusa la están llevando a la bancarrota. Su director, Dmitry Rogozin, ha denunciado la caída de precios que supone la competencia de SpaceX y está inmerso en un plan de marketing con los europeos por el que ofrece un 30% de descuento por sus servicios. Pero ni la UE ni los posibles turistas a los que pueda convencer van a darle los fondos necesarios para emprender la modernización de unos cohetes y cápsulas en una acelerada obsolescencia. Es lo que produce disfrutar de un monopolio durante cierto tiempo: siempre se vuelve una lacra.

Ahora que el virus que vino de Wuhan ha puesto sobre el tapete el redescubrimiento de las fronteras nacionales (y quienes más caro lo han hecho pagar a sus conciudadanos han sido los gobernantes que se negaron a aceptarlo, como las autoridades españolas), poner la mira en el horizonte y ser capaces, de forma autónoma, de ir hasta allí y más allá es un valor en sí mismo. Es más, es un valor social y nacional porque permite desatar la imaginación y la ambición de todo un pueblo.

En España estamos siempre mirándonos el ombligo. Pero ahí está el Universo para recordarnos que los cortos de miras no suelen llegar muy lejos. Sorprendentemente –y a pesar de todo–, contamos con una pequeña empresa privada de lanzadores espaciales en un lugar no menos sorprendente, Elche. Una localidad más conocida por su palmeral que por su industria espacial o por su restaurante con estrella Michelin, ambos frutos de la iniciativa, el esfuerzo y la constancia de particulares y que, sinceramente, espero superen esta crisis. El espacio y la comida siempre han ido de la mano y se lo merecen.

Mi hijo, un ingeniero espacial en ciernes, me ha hecho pasear por las plataformas desde donde despegó la Dragon de SpaceX y con ella, todo un sueño americano que se remonta a la década de los 60. También he podido ver con él el lanzamiento de las nuevas familias de cohetes pesados, que permitirán que se pueda ir a Marte en un futuro no muy lejano. Y debo decir que es un espectáculo inolvidable. No por el ruido o la luz, sino por lo que conlleva que un puñado de visionarios, contra todos los elementos, sean capaces de llevarnos a todos más allá de lo que vemos.

Ayer me volvió la emoción que sentí cuando leí de niño las aventuras de Tintin Objetivo la Luna y Aterrizaje en la Luna. O la que sentí con aquello de "Houston, tenemos un problema", o con el primer viaje del Shuttle, el Columbia, en la América de Ronald Reagan. La Historia –al menos la espacial– ha vuelto a nacer.