El momento estratégico de España

por Rafael L. Bardají, 18 de octubre de 2011

Publicado en "Cuadernos de Pensamiento Político" octubre 2011

NOTA del Autor: Este artículo está inspirado en el libro, escrito conjuntamente con Oscar Elía, "El reto de Rajoy. España ante los desafíos internacionales del nuevo siglo", de próxima aparición por la editorial Ciudadela.
 
 
España se enfrenta ante su hora de la verdad. Haga lo que haga o deje de hacer, sus acciones o inacciones tendrán consecuencias que se sentirán durante años. Nos encontramos en una auténtica encrucijada histórica, uno de esos raros momentos donde la confluencia de factores externos y fuerzas internas colocan a un país ante la tesitura de tener que elegir su destino. Si nos equivocamos al evaluar el mundo que nos rodea, definimos mal nuestros intereses como nación y calculamos erróneamente los medios con los que hacernos valer en la esfera internacional, pagaremos nuestros errores con graves consecuencias. Si, por el contrario, sabemos aprovechar esta especial coyuntura y planteamos con seriedad y rigor qué papel queremos que juegue España entre las naciones y qué medios son necesarios para cumplir nuestra ambición nacional, estaremos contribuyendo a un futuro mejor, para nosotros y para nuestros socios y aliados.
 
Dicho de otra manera, la España del 2012 debe elegir entre continuar como hasta ahora, en un acelerado declive en el que hemos ido perdiendo soberanía, dignidad, autonomía, riqueza y seguridad o, por el contrario, intentar retomar la senda de la responsabilidad, la seriedad y ser un país que cuenta en los asuntos mundiales. Tenemos que elegir entre no ser nadie o pertenecer al club de los que deciden. Desgraciadamente no hay punto intermedio esta vez.
 
La elección no es fácil, pero no elegir no es ya una opción. Si no lo hacemos por miedo, falta de imaginación, incoherencias o por una opción ideológica, otros lo harán por nosotros. Eso es lo malo de los momentos estratégicos, que hay fuerzas externas a los gobiernos que no se pueden controlar. Podemos montarnos en una ola o luchar inútilmente contra ella, pero no podemos ni cambiar su sentido ni hacerla desaparecer.
 
Nos guste o no estamos obligados, por primera vez en décadas, a tomar nuestro destinos en nuestras propias manos.
 
1. España sola
 
España desde la época de Franco ha hecho outsourcing de su seguridad. Carente de una percepción de amenaza externa, la seguridad española se vinculó a la de los Estados Unidos a través de los pactos de 1953 y, años más tarde, una vez consolidada la democracia, a través de las instituciones multilaterales de seguridad y defensa. Primero la OTAN y, luego, a medida que desarrollaba una ambición militar, de la Unión Europea.
 
Es más, nuestro país, carente de un pensamiento estratégico propio, nunca ha sabido o podido desarrollar una estrategia nacional más allá de la política de “estar”. Nuestro diseño histórico se reducía a pertenecer al club, fuera el que fuera, independientemente de saber qué queríamos hacer dentro de ese círculo.
 
Pues bien, esta constante histórica que, como digo, arranca bajo Franco y se consolida en la democracia, ha llegado a su límite. Aquellos en los que confiamos buena parte de nuestro entramado de seguridad, han dejado de ser socios fiables; y las instituciones, como la OTAN, que nos otorgaban mayores y mejores capacidades de defensa gracias al esfuerzo colectivo, se han vuelto progresivamente irrelevantes.
 
En primer lugar, el principal garante de la estabilidad internacional y de nuestra propia seguridad, América, se encuentra inmerso en una fase de profunda introspección que sólo puede tender a agudizarse en los próximos meses de cara a las elecciones presidenciales de 2012 y que muy bien puede acabar en una etapa de recogimiento y distanciamiento del resto del mundo.
 
Es una tendencia que no es nueva para los Estados Unidos, que estaba arrumbada desde hace muchos años, pero que ha emergido con fuerza bajo la presidencia de Barack H. Obama. El sucesor de George W. Bush es una persona prisionera de su agenda doméstica, poco interesado en los asuntos internacionales y que, cuando se ve forzado a hacer cara a los problemas externos, lo hace con la actitud de alguien que no cree en sus propias fuerzas. Pese haber llegado a la Casa Blanca con el lema de “Yes, we can”, hoy por hoy se ha convertido en el presidente del “No, we can’t”. Un ejemplo reciente: en su discurso para explicar la extraña participación de su país en la campaña de bombardeos contra el coronel Gaddafi, Obama apeló a la buena voluntad de todos para salvar a Libia de un baño de sangre, pero justificó que Estados Unidos no se involucraría en un cambio de régimen, no porque lo considerara una injerencia inadmisible, no porque hubiera repudiado la política de su antecesor en el cargo, no porque hubiera denunciado en su día las acciones preventivas. No, nada de eso salió de su boca. Lo que dijo literalmente fue que “América no se lo puede permitir”.[2] Ante un a audiencia de militares, no apeló al sacrificio humano, al riesgo y al valor, no. Se refirió exclusivamente a que Libia era una intervención que no estaba dispuesto a pagar porque no le salían las cuentas.
 
Obama es, sin lugar a duda, un presidente que ha hecho suyo el declive americano. Puede incluso que ideológicamente esté más satisfecho como comandante en jefe de una superdeudencia que de una superpotencia. Pero no nos llevemos a engaño. Obama sólo es un elemento acelerados de una tendencia mucho más profunda. Por ejemplo, en los dos debates entre los candidatos republicanos mantenidos hasta la fecha, el último el pasado 12 de septiembre, los asuntos internacionales brillaron por su ausencia. Aún peor, los partidarios de la línea del Tea Party se mostraron entusiasta con los drásticos recortes en el presupuesto de defensa propuestos por Obama, porque prefieren gastar menos en compromisos militares y aventuras externas a tener que subir impuestos.[3]
 
Nos guste o no América se encuentra psicológicamente exhausta tras librar dos guerras simultáneamente, Irak y Afganistán y no haber vencido decisivamente en ninguna; se encuentra fatigada de una guerra contra el terrorismo que ni siquiera con la eliminación de Osama Bin Laden parece estar cerca de acabarse; y está angustiada por una situación económica depresiva de la que no se ve final.
 
En palabras del profesor de la John Hopkins University Michael Mandelbaum, América está condenada en el corto y medio plazo a ser una “superpotencia frugal”. Para él, a diferencia de lo que decía Paul Kennedy a finales de los ochenta -que América iría a la ruina presa de sus aventuras militares en el extranjero- América se verá forzada a reducir su liderazgo en el mundo no por el coste de sus guerras, relativamente bajo en términos históricos, sino por la acumulación de su deuda nacional y por el creciente coste de las partidas presupuestarias destinadas a los programas de seguridad social y sanidad, eso que se conoce en los Estados Unidos como entitlements. Según Mandelbaum: Obligaciones domésticas exorbitantes reducirán la política exterior de América a partir de la segunda década de este siglo. Como los Estados Unidos tendrán que gastar mucho más de lo que han venido haciendo en sus obligaciones en casa- sobre todo por el cuidado de sus mayores- podrá gastar menos que en el pasado en politica exterior. Y como gastará menos, podrá hacer también menos.[4]
 
El hecho de que el mismo Mandelbaum escribiera hace tan sólo unos pocos años una defensa ardiente del papel de América en el mundo,
[5] pone de relieve lo acelerado que puede ser el cambio de status de una nación.
 
Es verdad que hay algunos que todavía defienden que Estados Unidos no tiene parangón en el mundo, ni competidor que se le equipare, pero la verdad es que el debate más común hoy en Washington comprende a quienes creen que el declive de su país llevará algún tiempo y aquellos que lo ven como algo mucho más inmediato. Así por ejemplo, el ácido comentarista canadiense Mark steyn escribe en su último libro: “No estamos encarando “el declive”. Estamos ya en él. Lo que viene ahora es “la caída”, rápida, vertiginosa, desde el precipicio. Y básicamente porque la indulgencia del gasto de Obama ha hecho que lo que era vago y distante se haya vuelto explícito e inmediato”. [6] Hay quien se pregunta seriamente como John Kitchen, funcionario del Tesoro, y Menzie Chinn, profesor de la Universidad de Wisconsin si hay dinero en el mundo capaz de cubrir la deuda americana.
 
América está en retirada. De Iraq, de Afganistán, de Europa, del Oriente Medio y no hay nada en el horizonte político, económico o estratégico, que permita pensar que su recogimiento va a ser una corta enfermedad. Que se haya quedado sin poder poner a un astronauta en órbita tras la retirada del último transbordador operativo, el Atlantis o que Burger King haya sido comprado por un grupo empresarial brasileño son otras manifestaciones de debilidad.
 
Para un país como el nuestro, España, que siempre se ha vuelto sobre América cual hermano mayor o primo de zumosol, el retraimiento estadounidense tiene tintes dramáticos. ¿A quién hubiéramos recurrido cuando Perejil si ya no hubiera Estados Unidos ahí para ayudarnos? En Europa y en Iberoamérica hemos sido más tenidos en cuenta cuando se nos percibía en sintonía y en estrecha colaboración con Norteamérica. Nuestra políticas regionales y sectoriales siempre se han visto potenciadas si estaban concertadas previamente con Washington. América ha tirado de España, como nación, siempre para arriba.
 
Todo eso se ha acabado. Salvo que limitemos el daño rápidamente, de manera inteligente.
 
En segundo lugar, la organización de seguridad por excelencia, la Alianza Atlántica, ha perdido gran parte de su sentido estratégico, buenas dosis de la solidaridad aliada y muchas de sus capacidades operacionales. Desde el final de la Guerra Fría y la consiguiente desaparición de su enemigo existencial, la URSS, la OTAN ha permanecido en una permanente búsqueda de identidad. Pero mientras que sus declaraciones y conceptos estratégicos resultaban cada vez más ambiciosos, llevando a borrar los límites de su actuación impuestos por su tratado constitutivo o a asumir nuevas misiones y definir nuevos enemigos, por ejemplo, los medios puestos a su disposición para poder cumplir sus objetivos eran cada vez menos.
 
Tal vez la vez que la disparidad de capacidades militares entre los aliados quedó patente fue con la intervención en Afganistán tras los ataques del 11-S. A pesar de su empeño, la OTAN fue marginada en la respuesta antiterrorista simplemente porque no disponía de la capacidad de acompañar a los americanos en su campaña contra Al Qaeda y los talibán. Demasiado lejos, demasiado moderna. No es de extrañar que el fino comentarista del Washington Post, Charles Krauthammer publicara una columna por aquel entonces bajo el título “La OTAN ha muerto, larga vida a la OTAN” donde decía cosas como la OTAN ha muerto en Afganistán, pero no por una derrota como la Unión soviética, sino por la fulgurante y aplastante victoria de las tropas americanas. Victoria que ha puesto de relieve la hegemonía militar norteamericana y la consiguiente irrelevancia militar europea”.[7]
 
10 años después, por desgracia, no se puede decir que la OTAN haya sido capaz de resolver sus problemas internos. Más bien todo lo contrario. Cuando la celebración de su 50 aniversario, en 1999, la OTAN abrió su cumbre en Washington a la vez que iniciaba una campaña aérea sobre Kosovo. La mejor expresión de su nuevo concepto estratégico que llamaba a ese tipo de misiones de apoyo a la paz y operaciones expedicionarias, según el argot del momento. Con motivo de su más reciente 60 aniversario, en 2009, la OTAN se encontraba de nuevo inmersa en otra guerra, esta vez en Afganistán y las perspectivas no eran nada buenas: fuertes disensiones internas sobre el grado de compromiso de unos y otros con las operaciones de combate; agrias discusiones sobre las tareas que las tropas de la OTAN debía o no debían realizar; y una falta permanente de recursos, como helicópteros de apoyo.
 
En febrero de 2010, el entonces secretario de defensa norteamericano, Robert Gates, ya advertía de los riesgos de una OTAN con grandes disparidades militares y con divergentes voluntades para entrar en combate. En el mismo lugar que su presidente diría meses más tarde que América no se lo podía permitir, Gates afirmaba entonces que “la desmilitarización de Europa, donde una gran parte de la población y de la clase política tiene aversión al uso de la fuerza y a los riesgos que conlleva, ha pasado de ser una bendición en el Siglo XX a un impedimento para alcanzar una seguridad real y una paz duradera en el siglo XXI”. Y añadía, “las deficiencias resultantes en inversiones y en capacidades hace muy complicado poder operar y luchar juntos para enfrentarse a amenazas que todos compartimos”.[8]
 
La situación en Afganistán no dejaba de deteriorarse y una guerra que se había dado por ganada amenazaba con convertirse en una lamentable derrota. Los americanos fueron a echar a los talibanes, los aliados europeos a afianzar a Karzai y ninguna de las dos cosas estaban aseguradas. El espectro que recorría los pasillos del cuartel general de la Alianza en Bruselas era el espíritu de una URSS derrotada en 1989 y el destino que el suelo afgano parecía imponer a toda gran potencia que se aventuraba en él.
 
La intervención en Libia ha puesto aún más de relieve los múltiples problemas que aquejan a la Alianza. En términos de capacidades, políticos y de visión estratégica. Una guerra que se inicia por el acuerdo de dos de sus miembros, Francia y el Reino Unido, en la que ambos, pero sobre todo Francia, deciden marginar voluntariamente a la OTAN a la que no permite acción alguna durante días, justo el lapso de tiempo donde se pudo comprobar que sin los americanos, el control del espacio aéreo era imposible y que, incluso con sus misiles de crucero, Gaddafi no se rendía.  El arranque de la intervención provocó fuertes divisiones entre los aliados: Alemania no apoyó la acción militar y sólo 8 de los 28 miembros han contribuido –y de manera muy desigual- a las operaciones militares. De hecho sólo 5 han conducido misiones de ataque a tierra. Igualmente, la ausencia de una rápida victoria (tal y como pasó, dicho sea de paso, con Milosevic en 1999) agudizó aún más si cabe las diferencias sobre cuáles debían ser los objetivos de la misión y la mejor forma para alcanzarlos. Desesperada ante una campaña que se ha prolongado durante meses y no días como se pensaba, los miembros de la Alianza se han saltado todo su respeto a las resoluciones de la ONU que dieron cobertura inicial para sus acciones, así como varios de los compromisos que fueron adquiriendo entre ellos a lo largo de los meses. Sobre todo en lo tocante a los objetivos a batir y a la entrega de armas a los rebeldes.
 
Por si fuera poco, la campaña de Libia ha dejado patente las carencias militares de los europeos. Cortos de munición, suministrada en parte por los americanos, escasos de helicópteros de ataque, faltos de portaaviones (Inglaterra acababa de decomisionar el Ark Royal y Francia se vio forzada a retirar al Charles de Gaulle por una avería en sus motores) y sin medios de inteligencia suficientes. Ese es el terrible cuadro de las fuerzas de la OTAN, la maquinaria militar más poderosa de la Historia, como suele venderse.
 
No es de extrañar, pues, el rapapolvo que Robert Gates les echó a los aliados europeos en su discurso de despedida como Secretario de Defensa americano. En junio, en Bruselas, afirmó, en la estela de su discurso un año antes: “En la operación de la OTAN sobre Libia ha quedado dolorosamente claro que deficiencias en capacidades y voluntad tienen el potencial de poner en peligro la habilidad de la Alianza de conducir una campaña aérea integrada, efectiva y duradera.” Y añadía, “en el pasado he mostrado mi preocupación de que la OTAN se convirtiera en una organización de dos niveles. Los miembros que realizan misiones humanitarias, “soft”, y los que conducen las misiones duras de combate; los miembros que están dispuestos y son capaces de pagar el recio y asumir la responsabilidad de los compromisos de la Alianza y aquellos que se benefician de la pertenencia a la OTAN pero no quieren compartir ni los riesgos ni los costes. Esta situación ya no es una preocupación hipotética. Estamos en ella ya.”[9]
 
A la polarización provocada por Francia y Alemania con motivo de la guerra de Irak en 2003, se ha sumado la impotencia para estabilizar Afganistán, la inacción frente a la invasión rusa de Georgia en 2008 y, ahora, la incoherencia e ineficacia para poner fin a la intervención contra Gaddafi.
 
La OTAN ya no es lo que era.
 
Durante muchos años, los ejércitos españoles desconfiaron de la OTAN. No compartían la inmediatez de la amenaza soviética y los aliados no entendían nuestras preocupaciones estratégicas sobre el Norte de África. Eran los días en que los más atlantista hablaban de “amenaza específica” española y “amenaza compartida” con los aliados. En los 80, los socialistas se acercaron a la Alianza más por causas políticas que estratégicas y, sobre todo, vieron en la organización un buen método para mantener ocupados a nuestros militares, alejándolos de algunas tentaciones de injerencia política.
 
A los militares les seguía quedando lejano todo eso de la amenaza soviética, pero con la desaparición del Bloque del este y la reconversión, a mediados de los 90, de la Alianza a las misiones de paz, muchos vieron en este giro un método ideal para lograr una aceptación social que habían perdido durante la transición y, sobre todo, con el 23 F. La participación en la OTAN también servía como justificación para la modernización del material a su disposición. Pero España nunca llegó a integrarse completamente en el nivel de los miembros capaces y dispuestos a misiones de combate. En Kosovo cazabombarderos españoles sí participaron activamente en las operaciones, pero en un número muy bajo.
 
En cualquier caso, la participación en la OTAN, que sólo logró ser plena a partir de 1998, no ha servido para preparar mejor a nuestros ejércitos ante posibles operaciones de alta intensidad. Dicho de otra manera, para la guerra. Y nos ha encajonado, porque así lo hemos querido, en ese nivel al que se refería Gates, de los que su máxima ambición es poder desarrollar tareas de reconstrucción y estabilización, no de combate.
 
Sólo que tendemos a olvidar que esa especialización ha sido posible mientras unos pocos se sacrificaban en aras de la seguridad de todos. No es nada seguro que ese injusto reparto vaya a poder mantenerse más tiempo. Y si eso cae, las garantías de seguridad quedarán en entredicho para todos aquellos escenarios que no afecten a todos por igual. En suma, lo que le pasó a Georgia, le puede pasar a cualquiera. La Alianza es una excelente agencia de estandarización de material y procedimientos, pero no sirve ya como mecanismo de seguridad colectiva. Y lo que hagan algunos de sus miembros entre sí depende del nivel e intensidad de las relaciones bilaterales y, sobre todo, de los intereses del momento.
 
Todo nuestro planeamiento está exclusivamente basado en la acción multilateral, a pesar de que nuestra reciente experiencia, como en Perejil, nos aconsejaría otra cosa. Con una OTAN que más recuerda a un zombi que a lo que en su día fue, la prudencia llamaría a no depositar toda nuestra seguridad en ella.
 
En tercer lugar, la Unión Europea, ese otro gran pilar de nuestra política de seguridad, ha fracasado completamente a la hora de dotarse de mecanismos eficaces para hacer frente a contingencias militares. Y no va a poder remediar esta carencia en un futuro previsible, inmersa como está en una profunda crisis económica. Desde que estalló la crisis en 2008, los recortes en los presupuestos de defensa de los europeos ha superado, en términos absolutos, al presupuesto de defensa alemán del año pasado. La práctica totalidad de los miembros de la UE (y de la OTAN) han recortado sus inversiones y eliminado programas importantes de adquisición de material y si no han podido bajar más sus presupuestos ha sido debido a la inelasticidad de la partida de personal. Como un reciente estudio publicado por el American Enterprise Institute de Washington pone de relieve, “la mayoría de los estados europeos están al borde de perder capacidades de defensa básicas, a pesar de los penosos esfuerzos y reformas para hacer más eficientes sus estamentos militares”.[10]
 
Pensar que Europa va a ser la solución de nuestros problemas de seguridad no sólo es una ingenuidad, sino que es un peligro.
 
España rendida
 
Nunca España ha gastado tan poco en su seguridad. Justo en el momento en el que aliados y alianzas se vuelven más difusas, nuestro presupuesto de defensa, literalmente, se desploma. Con el 0’7% del PIB invertido en nuestras fuerzas armadas, España es el país que menos gasta de la OTAN en defensa, con la excepción de Luxemburgo. Pero es que hasta Bruselas nos supera. De hecho la media europea se sitúa en algo más del doble de nuestro presupuesto.[11]
 
Los gobiernos socialistas han sido tradicionalmente cicateros con la defensa, pero en el caso de la etapa de Zapatero la merma adquisitiva del Ministerio de Defensa resulta sangrante: El presupuesto en euros constante de 2010, fue en ese año de 8.543 millones, un 9% menos que en el 2009; el de este año, 2011, ha sido de 7.049 millones, esto es, nada más y nada menos que un 18% menos que en el anterior ejercicio. Como escribe un experto español en materia presupuestaria de la defensa, enrique Navarro, “España ha recortado el gasto en defensa en estos ocho años en unos términos alarmantes. El presupuesto de Defensa en 2011 era prácticamente el mismo que en 2005 en términos corrientes aunque descontada la inflación, el presupuesto de defensa en 2011 supone novecientos millones menos que en 2005. El presupuesto de defensa de 2010 en términos reales es igual al de 1993.[12]
 
Expresado de otra manera, si se prefiere: el presupuesto de I+D del ministerio de defensa tiene en 2011 una dotación similar al capítulo de apoyo a las industrias culturales de Andalucía.
 
Más grave, si cabe, es que esta reducción se ha hecho a expensas de las inversiones en adquisiciones y en mantenimiento. Para no aburrir con cifras, baste decir que entre 2005 y 2011 las inversiones de material cayeron en un 60% (sí, sesenta) y el gasto en mantenimiento en cerca de un 70% (si, setenta). Lo quiere decir que a pesar de estar en los niveles más bajos de personal, que rozan los cien mil efectivos, la proporción entre gasto de personal y de material se ha disparado a favor del primero. España se gasta el 70% de su presupuesto en pagas de personal. Gracias a Dios Gates no lo sabe.
 
Lo que no se ha visto acompañar estos fuertes recortes es ni la intensidad de nuestras operaciones en el exterior ni la eliminación de los grandes programas de modernización. Se hace más con menos y se aspira a comprar lo mismo sin dinero. Y no es cuestión de hacer milagros. De hecho, se ha producido una gran perversión: las fuerzas armadas han apostado por contar con más plataformas de las que pueden operar eficazmente o sostener en la esperanza de que las vacas gordas volverán tarde o temprano. Pero eso es un error de máxima gravedad que provoca que gran parte de nuestro material sea, en realidad, imposible de operar. O, lo que es lo mismo, que esté inservible ante contingencias que se puedan presentar.
 
Y si encima tenemos en cuenta de que el gran esfuerzo inversos ha recaído en la controvertida Unidad Militar de Emergencias (UME), el valor disuasor de nuestros ejércitos, por no hablar de su capacidad operativa, queda en entredicho.
 
Con o sin crisis, la realidad es que nuestra defensa exige con urgencia una revisión profunda. El sistema de financiación externa de los programas estrella, ideada en 1996 como un instrumento excepcional, se ha vuelto un mecanismo estructural que amenaza con quebrar la defensa. Simplemente, no se pueden hacer frente a los pagos de todos los programas. Programas que en buena medida fueron el pago por la profesionalización de la tropa y marinería, compensada por una modernización tan ambiciosa como imposible.
 
Es posible que a la mayoría de españoles el gasto militar le parezca excesivo o incluso innecesario. Pero hay que resistir la tentación de más recortes por diversas y poderosas razones. La primera, porque por mucho que se quiera ahorrar, lo que se pueda obtener serán unas migajas frente al total de la deuda. La defensa no es la responsable del déficit y no puede remediarlo; en segundo lugar, porque el ahorro a corto plazo en material e inversiones significará perder capacidades básicas que para ser reconstituidas cuando sean necesarias, conllevarán una factura más elevada que el ahorro conseguido; tercero, porque el poder militar es siempre algo relativo, en comparación a aliados y adversarios. Y todos, amigos y posibles enemigos, gastan más en sus capacidades que España. Así, la ventaja que mantenemos sobre nuestros vecinos del sur desaparecerá en poco tiempo si no se replantea cuánto y cómo gastamos nuestro presupuesto de defensa. No es un dato baladí saber que los países que más han incrementado sus gasto militar han sido precisamente Argelia y Marruecos.
 
Para hacernos una idea, en el 2002, Marruecos contaba, como buque insignia, con una corbeta de la clase descubierta que nos había comprado a principios de los 80. Si Perejil se repitiera hoy, Marruecos podría desplegar dos fragatas Floreal, de fabricación francesa y si se produjera el año que viene, además, dispondría de una fragata más FREMM de última generación y tres Sigma, de origen holandés. ¿Relevante? Yo creo que sí.
 
Qué queremos ser
 
España nunca ha estado, como ahora, en tantas misiones armadas internacionales ni ha tenido tantos soldados desplegados en el extranjero. En muchos casos es un riesgo innecesario y una factura excesiva. Ni España se juega interés estratégico alguno, ni contribuye decisivamente a solucionar los problemas. Un ejemplo claro es nuestra participación en la UNIFIL II en el Sur del Líbano, por citar un caso. En demasiadas situaciones ni sabemos por qué vamos ni entendemos qué queremos lograr.
 
A Zapatero le ha ocurrido lo contrario de lo que quería. Carente de ambición internacional y empapado de una retórica pacifista, se ha encontrado, sin embargo, mandado tropas por doquier. Incluso hasta la guerra de Libia. Ya es hora de replantearse esa disonancia y repensar bien el papel que queremos jugar en el mundo.
 
Un redespliegue no debe interpretarse como una retirada, aislacionismo o debilidad. Al contrario, sino como una oportunidad para acabar con un pesado fardo que impediría, de hecho, la concentración de esfuerzos y recursos con los que mejorar nuestra defensa.
 
Porque España debe contar, hoy más que nunca, con un instrumento militar, disuasivo y operativo a la vez, capaz de intervenir decisivamente llegado el caso. Por una razón bien sencilla. Porque no vivimos en un mundo que esté libre de riesgos y amenazas. Que no las conozcamos con anticipación no significa que no existan y se materialicen en algún momento.
 
De hecho, si miramos a nuestro alrededor, el panorama con que nos encontramos no puede ser muy tranquilizador: la amenaza del terrorismo islámico persiste a pesar de la desaparición de Bin Laden y la aparente debilidad de Al Qaeda; el riesgo de una proliferación nuclear desbocada en la ribera sur del Mediterráneo, estimulada por la posible y cada vez más cercana fabricación iraní de su bomba atómica, es un escenario más y más creíble; y la “primavera árabe” está evolucionando en una dirección altamente preocupante. Es decir, que nuestra frontera sur es inestable y seguramente tenderá a serlo más.
 
Por eso seria un ejercicio de irresponsabilidad de proporciones históricas no atender a las necesidades de nuestra seguridad y defensa. Nuestros amigos pueden que no estén junto a nosotros cuando les necesitemos. Es duro tener el destino en nuestras manos, pero es, a la vez, una gran oportunidad. Podremos intentar, de verdad, repensar y reconstruir nuestra defensa como mejor entendamos que sirve a nuestros intereses nacionales.
 
España se halla en una encrucijada estratégica, pero el cambio de gobierno que se avecina es una auténtica ventana de oportunidad para definir una estrategia nacional de lo que España aspira a ser en este nuevo entorno y de los medios que tiene para conseguirlo.
 
 
 
  NOTAS
 


[2] The White House: “Remarks by the President in address to the Nation on Libya”. The National Defense University, 28 de marzo de 2011.
[3] CBS News: “Tea Party: defense spending not exempt from cuts”, 24 de enero de 2011.
[4] Mandelbaum, Michael. The frugal superpower. NY, Publicaffairs 2010. Pág.3
[5] Ver, Mandelbaum, M.: The case for Goliath. How America acts as the World government in the XXI Century. NY, Publicaffairs 2005.
[6] Steyn, Mark: After America. Prepare for Armageddon. Washington DC, Regnery 2011. Pág. 13
[7] Krauthammer, Charles: “NATO is dead.Long live to NATO” en Town Hall, 25 de mayo de 2002.
[8] Gates, Robert: “Speech at the National Defense University simposium on the new strategic concept”. Washington, 23 de febrero de 2010.
[9] Gates, Robert: “remarks at the Security and Defense agenda”. Bruselas, 10 de junio de 2011.
[10] Keller, Patrick: Challenges for European defense budgets after the economic crisis. Washington, AEI julio de 2011. Pág. 2.
[11] Kordosova, Simona: NATO’s defense budgets 2011. Washington, Atlantic Council, noviembre de 2010.
[12] Navarro, Enrique: “análisis de la defensa española”. Ponencia sin publicar, 2011.

 fotografía: visibone.com