El mal chino

por Rafael L. Bardají, 11 de febrero de 2022

Ahora que nuestros atletas andan compitiendo en los juegos de invierno y muchos seguidores se pegan a las noticias de los resultados en Pekín, se me viene a la cabeza la imagen que llevo viendo en Londres, desde hace más de 20 años, de un o una, según los turnos, ciudadano chino, protestando silenciosamente frente a la embajada China por la persecución que el régimen comunista mantiene sobre los miembros del grupo religioso Falun Gong. Da igual que llueva o nieve, caiga la noche o abrase el sol del día. La denuncia de los encarcelamientos arbitrarios, las sentencias a campos de adoctrinamiento o, incluso, las posibles prácticas aberrantes de comerciar con los órganos de los religiosos, es mucho más fuerte que los matones de la embajada o las multas por saltarse las restricciones del Covid mientras las hubo. Para Falun Gong, el régimen comunista de China es el mal.

 

No he oído a nuestros atletas ninguna referencia crítica al régimen de Pekín. Su obsesión por ser los mejores les aísla interesadamente del mundo que les rodea. El comunismo parece ser más aceptable que el machismo, puesto que tras la denuncia de violación por parte de la tenista Peng Shuai por parte de un viceministro chino con quien mantuvo una relación intermitente según ha declarado ella misma, la Asociación Internacional de Tenis Femenino (WTA) puso en marcha un boicot a China que aún hoy sigue vigente, incluso cuando Peng Shuai dice que todo se debe a un malentendido. La WTA entiende correctamente que la tenista puede no ser libre en sus actuales declaraciones y que sólo se retracta bajo presión. Y que conste que yo estoy de acuerdo con la explicación de las WTA. Lo que me extraña es que a nadie le importe la naturaleza del régimen que genera estas cosas.

 

Conviene recordar también que cada día que pasa salen a la luz nuevas evidencias de la responsabilidad directa del Partido Comunista Chino en el origen y la extensión de la pandemia de Covid. Lejos del salto natural del pangolín al humano, el punto cero sigue siendo el laboratorio de enfermedades infecciosas de Wuhan. Habida cuenta de la imposibilidad de investigarlo sin restricciones, las hipótesis de un escape accidental o por la falta de controles suficientes con los experimentos tienen que convivir hasta el día que pueda aclararse la verdad. En todo caso, accidente o dejadez, no afecta a la realidad de que Pekín cerró su espacio aéreo y transportes terrestres doméstico mientras que permitió los vuelos internacionales, con plena conciencia de las implicaciones. Los dirigentes chinos simplemente no quisieron que fuera solo China la afectada por la pandemia y perdiera su evidente marcha hacia la hegemonía mundial. 

 

También conviene no olvidar los apoyos que Pekín consiguió con su dinero y favores para que muchos “expertos” y “hacedores de opinión” descartaran rápidamente la responsabilidad china en la expansión de la pandemia. Ni el castigo contra quienes se atrevieron a pedir una investigación internacional independiente, como Australia, a quien sometió a represalias económicas gravando las exportaciones de ese país a China o prohibiendo algunas de ellas.

 

Por último, más allá del daño que China ha hecho al mundo en términos de salud y millones de muertos; más allá de la crisis económica en la que nos ha hundido gracias a que nuestros dirigentes siguieron el modelo chino -autoritario, estatal y liberticida- de gestión de la pandemia; más allá de todo esto, está el hecho de que China ha moldeado la psicología y la respuesta individual de todos nosotros. Primero fue el miedo que todo lo somete y que nos llevó a aceptar medidas impensables en una democracia; pero también la mentalidad servil de subsistir gracias a las paguitas de un Estado omnipresente. ¿Para qué trabajar si con un cheque y un par de asuntillos en negro se vive bien sin tener que salir de casa? ¿Para qué ir a trabajar si se recibe la misma paga por no hacer nada? ¿Para que matarse a trabajar si igual me muero mañana? Todo se acumula en este camino a la servidumbre en el que la persona no es nada y el Estado lo representa todo en todas y cada una de las esferas de nuestra vida.

 

Pero qué más da. Lo importante es que nuestros atletas puedan competir en Pekín y medirse con sus colegas. Unas medallas bien se merecen las anteojeras frente al mal. Eso es lo peor del mal chino, que nos penetra silenciosamente y nos hace su cómplice. Y por eso no hay que callarse.