El Legado de Bush

por Thomas Sowell, 13 de febrero de 2009

(Publicado en Townhall, 16 de enero de 2009)
 
Cualquiera que sea el veredicto que la historia depare a la administración Bush, probablemente será muy diferente al que le oímos pronunciar a las cabezas parlantes que salen en la televisión o a los editorialistas sabelotodo de los periódicos. El logro número uno del presidente Bush  ha sido también la función número uno de un gobierno: proteger a sus ciudadanos. Nadie se creía el 11 de septiembre de 2001 que estaríamos libres de otro ataque similar en los siguientes 7 años.
 
Desafortunadamente, la gente a la que se protege contra el peligro a menudo concluye que no hay peligro. Esto queda penosamente patente especialmente al ver a esos americanos histéricos porque el Gobierno intercepta llamadas telefónicas internacionales para desbaratar redes internacionales de terrorismo.
 
Muchos, particularmente entre la élite intelectual, también viven obsesionados con la idea de si estamos siendo lo bastante simpáticos con los cortagargantas en Guantánamo, algunos de los cuales ya han sido liberados para que reasuman su vida en el terrorismo. Los derechos de la Convención de Ginebra no son aplicables a la gente que no la respeta ni que no están protegidos por ésta.
 
Que un presidente de Estados Unidos nos haya protegido contra enemigos mortales puede que no parezca una gran hazaña para algunos. Pero puede que acabemos apreciándolo de forma más completa ahora que tenemos a un presidente que relajará esa protección para ganarse el favor de gente dentro de Estados Unidos y en el extranjero.
 
Solamente podemos desear que no haga falta ver una ciudad americana entre ruinas radiactivas para que la gente despierte ante el  peligro contra el que George W. Bush nos protegió, a pesar del interminable coro de vituperios.
 
Nadie en su sano juicio diría que la administración Bush no ha cometido errores. Pero muchos de sus peores errores políticos han sido la clase de equivocación que la gente decente comete a menudo al tratar con gente indecente tanto a nivel nacional como internacional.
 
La idea con la que el presidente Bush llegaba a Washington era la de conseguir el apoyo de ambos partidos políticos secundando a los demócratas y no vetando ninguna de las leyes que el Congreso aprobara, ignorando así ese principio que dice que hacen falta dos para bailar tango.
 
Proclamando que su meta era llegar a acuerdos bipartitos, fue fácil echarle todas las culpas cuando el espíritu bipartito no se pudo materializar. Querer ganarse a Ted Kennedy y aceptar un gasto público masivo no sirvió para que Kennedy dejase de proclamar estruendosamente en el Senado que Bush “¡mintió, mintió y mintió!” sobre Irak.
 
Cualesquiera sean los méritos o deméritos de ir a la guerra contra Sadam Hussein, la pregunta de si éste tenía armas de destrucción masiva a su inmediata disposición se ha convertido en un eslogan más que en un tema serio de debate.
 
El presidente Bush no fue el único líder nacional que pensaba que Sadam Hussein tenía esas armas, ni tampoco eran esas armas la única razón por la que el dictador iraquí representaba un peligro continuo que ninguna iniciativa diplomática había logrado eliminar durante más de una década.
 
Este tema puede ser debatido, y sin duda lo será, durante años, si no por generaciones venideras. Pero la irresponsable acusación de que “Bush mintió” por algún infame propósito - por ejemplo, para negociar “sangre por petróleo” o para generar negocios a Halliburton - es más que una simple difamación contra su persona. Socava a toda nuestra nación y ayuda a nuestros enemigos en el mundo.
 
Nacionalmente, el legado de Bush deja mucho que desear. Haber secundado la ley McCain-Feingold que restringe la libertad de expresión es quizá la peor omisión del cumplimiento del deber que se le puede achacar a la administración Bush. Quizá pensaron que podían pasarle el muerto al Tribunal Supremo y que éste la pararía, ya que esta ley violaba muy claramente la Primera Enmienda de la Constitución.
 
Pero el Tribunal Supremo también fue culpable de la omisión del cumplimiento del deber y dejó que la ley McCain-Feingold quedase en vigor.
 
Defender la amnistía para los inmigrantes ilegales fue otro desastre político, especialmente cuando iba acompañado con negaciones de lo obvio.
 
Aunque la administración Bush secundara el coro de llamamientos para promover la vivienda en propiedad de gente que no podía pagarla, al menos el presidente Bush hizo sonar la voz de alarma mientras que otros seguían presionado a las instituciones financieras para que le prestaran dinero a gente que no tenía capacidad para devolver los préstamos.
 
¿Fue una persona con aciertos y desaciertos? ¿No lo somos todos? Pero es una persona honorable.

 
 
Thomas Sowell  es un prolífico escritor de gran variedad de temas desde economía clásica a derechos civiles, autor de una docena de libros y cientos de artículos, la mayor parte de sus escritos son considerados pioneros entre los académicos.  Ganador del prestigioso premio Francis Boyer presentado por el American Enterprise Institute, actualmente es especialista decano del Instituto Hoover y de la Fundación Rose and Milton Friedman
 
 
©2009 Creators Syndicate, Inc.
©2009 Traducido por Miryam Lindberg