El Brexit no sólo es posible, es necesario

por GEES, 17 de noviembre de 2018

Hay un diálogo de la extraordinaria serie “Sí, primer ministro” que explica la posición británica en asuntos continentales. En este, el primer ministro manifiesta a su asesor que acaso el ministerio de exteriores esté dañando el ideal europeo, refiriéndose al mercado común, y le pregunta si el Foreign Officees partidario de este. Sí y no, le contesta. Vaya. Sí, primer ministro, puesto que así el Reino Unido va por fin a poder cumplir su propósito en sus relaciones con las naciones europeas. Ah, bien. ¿Cuál es este? Dividirlas para poder mantenerlas en paz y que no resulten una amenaza para las islas. ¡Por Dios! Sí, exactamente, primer ministro, esta ha sido la política de Inglaterra desde al menos hace 500 años. ¿Cómo es eso? Perfectamente, hemos luchado junto con los holandeses contra los españoles, junto con los alemanes y austriacos contra los franceses, junto con los franceses contra los españoles, junto con los franceses contra los alemanes, junto con los italianos y los franceses contra los alemanes y así sucesivamente con el objetivo de mantener siempre un equilibrio de poder que impidiera amenazas del otro lado del canal o luchar contra las que ya hubieran surgido. ¡Pero, eso, ciertamente, es historia antigua! De ningún modo, primer ministro, esa es a día de hoy aún la política del Reino Unido. Es por ello por lo que hemos combatido la comunidad europea desde sus inicios y es también por lo que estamos uniéndonos a ella en este momento. ¡Pero eso es incoherente! Para nada, primer ministro, como enfrentarnos no surtía efecto hemos decidido incorporarnos a ella para mejor destruirla desde dentro. ¡Cómo! Sí, claro, primer ministro, es el mejor modo de hacer que los intereses de los italianos sean contrarrestados por los de los alemanes y de oponer a los franceses a los holandeses, y así debilitarlos. Pero, oiga, si incluso estamos promoviendo aumentar el número de miembros. Sí, por supuesto, el objetivo es el mismo. No entiendo. Sí, es como con la ONU, a mayor número de miembros mayor posibilidad de rencillas entre unos y otros para convertirlo en un instrumento perfectamente ineficaz. Vaya, qué cinismo. Lo llamamos diplomacia, primer ministro.

 

Este intercambio refleja con perfección matemática la política insular frente al continente por razones geopolíticas que sería algo largo relatar en este momento pero que tienen que ver con lo que uno de los fundadores de la moderna disciplina, Sir Halford Mackinder llamaba la tierra central y que viene a identificarse con el continente eurasiático, que, si fuese controlado por una sola potencia, implicaría el dominio del mundo, que Inglaterra, poder marítimo, prefiere preservar de un control único para poder mejor aprovechar sus condiciones intrínsecas. Pero, volvamos al presente.

 

Resulta que la primera ministra británica ha regresado de Bruselas con un falso acuerdo de salida de la Unión europea, unos dos años después de recibir el mandato popular expresado en referéndum de abandonar la organización. Ante ello, un grupo de recalcitrantes defensores de la voluntad popular, están haciéndole saber que debe marcharse para dejar paso a quien la haga cumplir. Frente a ello, la casi unanimidad de los comentarios de las cancillerías y los medios de comunicación están indignados con el lío que están montando. Es comprensible, la democracia puede resultar muy molesta, pero es el sistema por el que nos regimos. Aparentemente.

 

El argumento de quienes defienden el acuerdo, o peor, una continuidad del Reino Unido en la Unión, es que, en realidad todo este asunto es excesivamente complicado y que, en el fondo, es imposible que Inglaterra salga del entramado europeo. Sin embargo, el 23 de junio de 2016, el entonces primer ministro Cameron celebró un referéndum con dos posibilidades y, ciertamente, si había dos posibilidades y una era salir de la UE, una posibilidad no puede resultar, súbitamente, una imposibilidad.

 

Lo que realmente subyace es un afán despótico entre las elites occidentales que quieren comportarse, sin el mismo estilo, como Pedro el Grande de Rusia y Federico de Prusia, el inventor de la famosa frase, todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Sin duda, es una postura legítima, pero no dentro de la estructura política en la que presuntamente habitamos y que ha transitado, al parecer no del todo, del despotismo ilustrado de siglos pasados al de gobiernos electos por el pueblo que manifiestan su voluntad para que esta sea cumplida por los dirigentes. Es decir, una de dos, o regresamos al siglo XVIII pre revolucionario o nos dedicamos a operar en el XXI. Tertium non datur, que decía el clásico.

 

Llegados a esta coyuntura cabe la posibilidad de que los parlamentarios británicos que han promovido una moción de censura contra la primera ministra instauren a un nuevo mandatario que cumpla la voluntad popular, o que fracasen. Si sucede lo primero, el Reino Unido saldrá de la Unión europea, y, salvo que esta se comporte de una manera histérica y contraria a sus propios intereses, no habrá dramas. Si sucede lo segundo, el despotismo habrá logrado un nuevo punto, pero un pírrico nuevo punto en un partido que está empezando a perder ominosamente.

 

Cuando en 1965 el general de Gaulle, entonces enzarzado en discusiones con la comunidad europea para defender sus intereses nacionales (sustancialmente, la financiación de la política agraria con dinero germano) amenazó con salir de ella, le advirtieron que no existía respaldo legal para tal actitud. Pero cómo, exclamó, y qué importa, si me quiero marchar, me voy. Y lo hizo. Dio lugar a la denominada crisis de la silla vacía. No sucedió nada, sino que, transcurrido un tiempo, los intereses de Francia restaurados tras la negociación de los que quedaban, esta regresó al pacto. Sin duda hoy que hemos tenido la inmensa cautela y delicadeza de inventar un artículo 50 para arreglar en un tiempo prudencial la salida de quien se encuentre incómodo, habrá una solución para ello. Si no fuera así, aumentando el denominado déficit democrático, la UE se convertiría en el único acuerdo internacional de carácter obligatorio desde el Pacto de Varsovia, una especie de cárcel internacional de la que no se puede salir. Un gulag incruento. No puede ser la voluntad de nadie. Si, por algún subterfugio, hubiera de prevalecer esta posición, el desenlace de este drama contemporáneo que nos está tocando vivir, a saber, la destrucción de la democracia a manos de unas seudo denominadas elites erigidas como el poder establecido frente al pueblo, acabará mal. Parafraseando a Talleyrand, pretender gobernar en nombre del pueblo mientras se le engaña, es, peor que un crimen, un error.