EEUU: decadencia y supervivencia imperial

por Ángel Pérez González, 30 de junio de 2016

Suele analizarse la naturaleza imperial de los EEUU y sus posibilidades de supervivencia de acuerdo con dos criterios, uno comparativo y otro evolutivo. El primero interpreta las fases de desarrollo de la potencia norteamericana en referencia al propio de otros imperios del pasado; el segundo por el contrario adopta una postura casi biológica al considerar toda construcción imperial como un cuerpo que nace, se desarrolla y muere. Ambas fórmulas son interesantes, pero tienen notables defectos. La primera, parte del carácter repetitivo,  muy discutible, de la historia. Y la segunda da por hecho que el final del amplio poder del que hoy disfrutan los EEUU es inevitable dado el carácter decadente de cualquier sociedad humana. Ninguna de las dos teorías parece conceder importancia a las circunstancias globales en las que la potencia imperial se desarrolla. Y aunque no han faltado teorías y explicaciones capaces de sustentar las bondades de ese poder imperial, liberal y democrático como ninguno antes; no han terminado por explicar si esas bondades, y la retroalimentación que establecen con el medio internacional cambiante que las rodea, pueden modificar el  final, esperado por unos y anhelado por otros, del poder norteamericano.

 

Resulta por tanto necesario plantearse si la potencia imperial debe en términos generales, y en este caso particular, su limitada supervivencia a sus defectos internos o a los cambios que se producen en el escenario en el que aquel se desarrolla. En el primer caso las causas de la decadencia son endógenas, en el segundo son exógenas. En el primero el problema es orgánico (economía deficiente, crisis del sistema político, crisis moral entre otras); y en el segundo es mecánico (incapacidad para adaptarse a tiempo a un escenario cambiante). Nada impide que confluyan los dos elementos citados, orgánico y mecánico al mismo tiempo, combinación dramática y posible en teoría, pero difícil en la práctica como demuestran los ejemplos históricos más relevantes. En esos casos la ignición de la decadencia corresponde a uno de ellos, generando a su vez la crisis derivada del otro. Es el ejemplo de la China imperial en el siglo XV, que optó por el aislamiento cuando estaba a punto de comenzar la primera oleada globalizadora de manos de los europeos (elemento de ignición mecánico); la España del XVII, donde la concatenación de crisis financieras, económicas y políticas dificultan el sostenimiento de la actividad imperial (elemento de ignición orgánico) o el Imperio Británico, que no fue capaz de prever las trascendentes consecuencias de la II Guerra Mundial para su supervivencia (elemento de ignición mecánico).

 

El caso norteamericano debe por tanto analizarse a la luz de los dos elementos tratados el orgánico y el mecánico; esto es, su funcionamiento interno y su adaptabilidad al escenario mundial. Aunque en Europa se suele insistir en el carácter joven de la nación norteamericana, resulta necesario insistir en tres hechos evidentes. Primero, los EEUU constituyen hoy la democracia en activo más antigua de Occidente, y por tanto, del mundo. Segundo, como nación resulta ser un sucedáneo de Europa, esto es, al menos en su estructura y filosofía fundacional la nación norteamericana comparte con los europeos y es depositaria de la misma tradición histórica. Y tercero, como poder imperial ya no es tan joven. Si se acepta como inicio de su expansión territorial el enfrentamiento con México el poder imperial de la joven república posee ya un siglo y medio de vigencia. Si se utiliza la guerra de Cuba, ese imperio sigue teniendo un siglo de vida. Dos o tres siglos es el tiempo medio de vida de cualquiera de los poderes imperiales europeos ya periclitados, entre ellos el español o el británico. Y aunque este dato no debe ni puede considerarse determinante, si es interesante observar que ese período de tiempo es suficiente para que cambios internos o externos relevantes pongan en tela de juicio la supervivencia de la potencia imperial. La plena conciencia de este hecho ha llevado a numerosos analistas norteamericanos a explorar el conjunto de elementos que pudieran interpretarse como síntomas de esa decadencia, con el objeto sin duda de evitarla a tiempo. A la luz de esta perspectiva la elección de Barack Obama como presidente de los EEUU dos veces ha sido objeto de lecturas encontradas; y el análisis del contexto internacional también, acompañado este de una pregunta todavía sin respuesta y que pudiera cambiar lo que hasta ahora parece el fin ineluctable de cualquier poder imperial. ¿Qué sucede si, con independencia de los defectos orgánicos o mecánicos del poder imperial, este es necesario para el resto de la comunidad internacional? Si los EEUU son necesarios para el bienestar de la comunidad de naciones, esta última hará tantos esfuerzos como pueda por sostenerlos; siempre que los beneficios de ese poder imperial liberal resulten superiores a las limitaciones de poder que imponga a sus socios y colaboradores coyunturales. La experiencia histórica a este respecto es escasa y discutible; pero a priori no del todo negativa. Véase el caso del Imperio Austro-húngaro, cuya utilidad para sus vecinos fue más determinante en su longevidad que su rudimentaria y siempre vacilante estructura interna.

 

ELEMENTO ORGÁNICO Y MECÁNICO

 

La utilización de los términos referidos no es casual. Pretenden identificar con claridad los dos ámbitos en los que puede gestarse la decadencia de un poder imperial y, acaso, de un poder de cualquier tipo. El interno, esto es, la maquinaria burocrático-administrativa que permite ordenar de forma eficiente los recursos humanos y materiales de una comunidad concreta; y el externo, esto es, la capacidad de esa comunidad para interpretar los acontecimientos generados fuera de sus fronteras de forma correcta y por tanto de adoptar las medidas necesarias para bien corregirlas si son negativas o adaptarse a ellas si son inevitables o positivas. Aunque realizar una vista retrospectiva sobre imperios del pasado e identificar las causas de la decadencia es relativamente sencillo, hacer lo mismo sobre un poder actual resulta mucho más complicado. No existe perspectiva suficiente, solo pueden detectarse síntomas, no es posible saber si la reacción política permitirá corregirlos y, en todo caso, el carácter poco previsible de las relaciones internacionales hace impredecible establecer que aspectos del presente serán o no determinantes en el futuro. Sin embargo si puede analizarse el elemento orgánico (eficacia de la administración, estabilidad política, salud democrática entre otras variables)  y si puede estudiarse la capacidad de adaptación a partir de las reacciones de su cuerpo político en el pasado inmediato.

 

En el caso norteamericano, por más que se pretenda lo contrario, es difícil encontrar síntomas de decadencia o colapso claros, en un aspecto y en otro (y a pesar de los síntomas de agotamiento que los partidos políticos han transmitido en el proceso de primarias). Este hecho es particularmente evidente si utilizamos un criterio comparativo. A saber, se puede defender el carácter complejo y cada vez menos eficiente de la administración central y estatal de los EEUU; pero, ¿en comparación con qué? Si la referencia son las demás naciones desarrolladas y democráticas, los resultados de la comparación no son especialmente desalentadores para la potencia americana. Resulta del todo imposible afirmar que aquella es menos eficiente, más corrupta o más burocrática que la francesa, la alemana o la española. El peso de esta sobre el cómputo total de gasto público también es menos relevante en los EEUU que en Europa; y su capacidad de proyección militar, elemento clave del poder del estado y función esencial del estado como tal, es muy superior en el caso norteamericano. Los estados malparados en la comparación son los aliados europeos, cuya supervivencia futura tal y como se conocen hoy resulta dudosa dada su incapacidad para ordenar, aumentar y utilizar eficazmente sus recursos de toda índole. No es posible establecer, por otra parte, una abstracta comparación entre los EEUU y Europa, entendida esta como una potencia política autónoma.  Sencillamente Europa carece de los instrumentos administrativos y capacidad política que pudieran permitir la comparación. Y si se hubiese acercado a ellos, no es probable que en la comparación resultase bien parada. Europa es un embrión de estado, y no está claro que las fuerzas que sobre ella gravitan vayan a permitir a corto plazo que tal fenómeno alcance un grado de maduración satisfactorio a los efectos comparativos que aquí se dilucidan.

 

De igual modo, la capacidad de adaptación de los EEUU a un medio internacional cambiante no parece sufrir merma alguna. Cierto que algunas potencias europeas, y sobre todo naciones con poder emergente, critican las tomas de posición norteamericanas aludiendo a la falta de respeto a la independencia de otros estados o su falta de comprensión de la realidad internacional. Pero en este punto es imperativo utilizar un criterio histórico, y jurídico, realista. Los EEUU, como potencia hegemónica, interpretan la realidad de acuerdo con su propia naturaleza, no de acuerdo con las pretensiones de los demás. Iniciar una guerra y ganarla, caso de Irak; o mantener una política de alianzas preventiva frente a países potencialmente hostiles, por ejemplo Rusia o Irán; puede resultar antipático, pero no falto de realismo y mucho menos de sentido de la adaptabilidad al medio internacional. La vitalidad norteamericana solo se enfrenta de forma recurrente a un aspecto de la realidad que debilita su aparente fortaleza, la economía y la dependencia exterior provocada por la posición internacional del dólar. Pero incluso en este caso, y aunque este grado de interacción suponga compartir una cuota de poder y por tanto exponer un flanco de su armadura imperial; lo cierto es que también permite establecer una relación de dependencia con las naciones que se benefician de esa retroalimentación económica. Esto es, la fuerte presencia del dólar en el montante global de reservas de bancos centrales de todo el mundo hace de los EEUU un país dependiente, pero no menos de lo que son de facto las potencias tenedoras de esos fondos. Es poco probable que China, India o Brasil deseen la caída del dólar sin contar con una alternativa y exponiendo sobremanera la composición y valor de sus reservas monetarias.

 

PRESIDENCIA  DE OBAMA

 

La llegada a la Casa Blanca de un presidente negro, cuyo nombre denota su origen parcialmente musulmán y cuya personalidad e ideas vertebrales parecían distanciarse mucho de su antecesor conservador, fue acogida de forma general como un acontecimiento histórico. Como sucede con todos los momentos históricos, es decir, únicos, resultan ser mucho más banales de lo que a priori puede parecer y son consecuencia de hechos más importantes, pero menos conocidos. Pero a los efectos de establecer si los EEUU se encuentran en un punto de inflexión histórico, esto es, en los albores de un largo período de decadencia imperial, resulta interesante analizar porque fue elegido Obama, como se ha interpretado este hecho fuera de los EEUU y si su técnica de movilización de votos responde mejor o peor a la tradición norteamericana. Los argumentos con los que se ha querido explicar su victoria son variados, y van desde la movilización de las minorías, en particular la negra, cuyos votantes activos se decidieron casi unánimemente por Obama por una sencilla cuestión de afinidad racial; hasta el deseo de un cambio de rumbo provocado por la sucesión estresante de acontecimientos de las dos presidencias anteriores. Si se parte de la identificación del votante con el comprador, y de una candidatura con una marca; y se asume que una marca consiste sobre todo en aquello que su potencial clientela espera de ella, esto es, una abstracción no necesariamente vinculada a lo que el propietario de aquella desea transmitir;  resulta sencillo establecer a posteriori el cambio electoral americano como una transición entre dos abstracciones. Una agotadora, atentado de Nueva York (11 S) incluido; y otra relajante, moderada en la exigencia de sacrificio y  transmisora de pacifismo un poco más complaciente como mensaje inducido. Esta relación ambivalente entre el agotamiento y el miedo permitió a Obama llenar de contenido su propia marca, cuya filiación política y nombre propio transmitía dos mensajes en uno: mayor intervención estatal, francamente deseada por las minorías raciales negra e hispana y por la masa de votantes blancos acuciados por la crisis económica;  y mayor capacidad de interlocución con el Islam. Y este segundo elemento es particularmente interesante, porque supuso la conversión de lo que potencialmente hacía de Obama un candidato con pocas posibilidades, su nombre y pasado musulmán, en un aspecto que ayudó a consolidar su victoria. El proceso, en todo caso, demostró que tanto el elemento orgánico, como el mecánico, funcionaron bien, y los EEUU se prepararon para asumir un cambio de rumbo cuya profundidad en realidad no ha sido tan intensa como se esperaba.

 

Fuera de los EEUU las interpretaciones fueron diversas, pero todas tuvieron dos elementos comunes: la confusión del anhelo con la realidad, esto es, la interpretación de la victoria demócrata como el cierre natural de un proceso inconcluso, progresista y revolucionario (y por tanto menos imperial) iniciado en los años sesenta; por tanto la interpretación del ciclo conservador en EEUU como un paréntesis devastador e irrepetible. Y la consolidación del mecanismo de movilización de masas consistente en la combinación de ideas flujo abstractas y globales (cambio, historia, victoria, futuro…) para esconder o maquillar la realidad más próxima. Esto es, la escenificación del ideal colectivo superando al individualismo, entendido este como la capacidad singular de cada ciudadano de analizar racionalmente la realidad personal y social, y tomar decisiones que las modifiquen. La identificación de los EEUU como potencia imperial con la tradición conservadora ni es nueva ni difícil de entender fuera de los EEUU. Resulta increíble la incapacidad de los detractores de ese país para entender la naturaleza liberal y profundamente democrática (aunque no perfecta, sin duda) del sistema político norteamericano, algo que lo convierte en una rareza, incluso entre los regímenes democráticos avanzados, cuyos mecanismos de equilibrio democrático son muy deficientes (separación de poderes meramente formal, sin distribución eficaz de competencias entre órganos parlamentarios; excesivo vínculo del ejecutivo y el parlamento, escasa independencia judicial, entre otras). La identificación de Obama con la tradición contraria es, por tanto, el resultado de trasladar al coloso americano las tensiones políticas habituales fuera de los EEUU, entre el socialismo democrático habitual en Occidente y el liberalismo que  sirve de coartada y justificación ideológica a los regímenes políticos occidentales, pero cuya aplicación práctica está restringida, es estigmatizada o sencillamente rechazada. Si los EEUU dejan de ser un referente democrático liberal, quedaría despejado el camino para finiquitar la tradición liberal en Europa, con su núcleo de valores fuertes: libertad, democracia, derecho; en fase de sustitución por valores abstractos y relativos, como la paz o el multiculturalismo. La naturaleza  liberal de los EEUU y de su poder imperial constituye para sus detractores, incluida la izquierda europea, una temible paradoja. Se trata del primer poder imperial más liberal y democrático que sus contrincantes, que se encuentran huérfanos de referencias políticas o jurídicas capaces de hacer sombra a la tradición norteamericana. De ahí su vitalidad, y de ahí también la trascendencia que tiene la movilización de los votantes  con abstracciones que impidan una adecuada comprensión de la realidad y abran el camino a una fórmula de hacer política de partidos al estilo europeo.  Obama y su equipo decidieron utilizar, o se encontraron con este recurso, que tan buenos resultados ofrece entre ciudadanos poco habituados, o poco deseosos, de ejercer hasta sus últimas consecuencias su libertad individual, en un  marco de crisis que facilitó su éxito ideológico. La apelación al poder, la historia, el cambio y otros mecanismos de similar amplitud  ha supuesto un indicio de que, quizás, algo estaba cambiando en lo más hondo de la sociedad norteamericana. La consolidación de está técnica, que  busca amparar un intervencionismo estatal creciente en áreas donde tal actividad o es considerada por muchos innecesaria o contraproducente, pudiera mermar la naturaleza liberal del sistema político norteamericano. Pero si eso es así, solo el tiempo, a saber, la utilización de ese mecanismo en futuros procesos electorales, permitirá saberlo. Mientras este fenómeno se consolida, o sencillamente se desvanece, el poder imperial que aquí merece atención resulta atractivo y respetable para millones de individuos fuera de sus fronteras; necesario para numerosos poderes locales y regionales; imprescindibles para  gobiernos y centenares de instituciones civiles. No se puede afirmar que sea objeto de universal animadversión, al menos por aquellos que siguen considerando la libertad dentro de determinadas coordenadas, entre ellas la tradición o la legalidad, como el eje central de cualquier sistema político digno. Un imperio, esto es, una proyección de poder, seguridad y garantías que resulta ser, por tanto, necesario. Y si es necesario, ¿por qué debiera fenecer?

 

NECESIDAD DE IMPERIO

 

Independientemente de la fortaleza o debilidad relativa del poder de los EEUU, es conveniente establecer si su existencia es necesaria o no para el resto de la comunidad internacional. En el pasado existieron imperios cuya supervivencia dependió más del engranaje político diseñado por otras potencias, recuérdese el caso del imperio otomano o el imperio austrohúngaro, que de su fortaleza o viabilidad interna. Pero aquellos imperios resultaban ser estructuras débiles en un marco internacional que aspiraba a mantener el equilibrio entre grandes potencias. Los EEUU no se encuentran en esa situación de debilidad, ni interna ni externa, es decir, constituyen un centro de poder que por esa misma razón es necesario para alcanzar prácticamente cualquier objetivo multilateral de cierta entidad. Su situación de fortaleza tampoco es identificable con la Europa del siglo XIX y principios del siglo XX. No se trata de una potencia más entre otras, ni siquiera de un “primus inter pares”. Se trata de una potencia de poder abultadamente superior a la combinación en cualquier ámbito de las demás grandes potencias influyentes en la sociedad internacional, cuya naturaleza, capacidad económica o potencia militar las convierten en poderes que, por si solos, son incapaces de condicionar el resultado de cualquiera de los grandes conflictos internacionales. La consecuencia de esta debilidad ha sido la configuración de una sociedad internacional asimétrica. En ella los estados encuentran escasos ámbitos de independencia exterior plena y las estructuras internacionales son ampliamente dependientes de la potencia hegemónica, que constituye en si misma el mejor ejemplo de sociedad multicultural y por tanto el único ejemplo existente de una potencial sociedad internacional unitaria en lo concerniente a su organización política. La oposición antiamericana o es antidemocrática,  corrupta, islamista; o una combinación de las tres características. Simplemente es inferior en términos morales, y no solo materiales a los EEUU y su grupo de aliados más cercanos. De ahí deriva la extrema necesidad de potencia hegemónica que hoy padece la sociedad internacional, que ve en los EEUU un espejo de lo que desea ser en el futuro, y no solo la forma exterior de un poder imperial coyuntural en el tiempo. La idea de crear una alianza de poderes capaz de compensar el que despliega Norteamérica es irrealizable, no solo por la dificultad material que semejante proyecto exigiría; sino por la extravagante mezcla de fórmulas de gobierno inaceptables que se vería obligada a coordinar.

 

Como ejemplo de poder imperial, liberal y democrático; los EEUU constituyen hoy una necesidad, la única capaz de contener y compensar estructuras de poder tiránico y, en definitiva, poco fiables para una parte muy amplia de la sociedad internacional. ¿Subsistirá en estas circunstancias semejante imperio? Puede hacerlo. Su extraordinaria fuerza interior es alimentada hoy por todo el planeta; y su proyección exterior constituye a menudo la última posibilidad de seguridad y orden. No hay poder o poderes alternativos. La teoría de los ciclos vitales podría encontrar en este caso una excepción, de tal forma que la potencia norteamericana no llegue a desvanecerse como otros poderes del pasado sino a transformarse en una estructura imperial insólita, flexible e inclusiva. Frente a esta opción sus adversarios están haciendo lo único posible, instrumentalizar las instituciones internacionales diseñadas para coordinar de forma creciente  la sociedad internacional; esto es, limitar la influencia de EEUU e influir en el derecho internacional tanto como sea posible allí donde su peso especifico lo permite. Este es el nuevo mecanismo compensatorio que opera en el seno de la sociedad internacional, en su vertiente externa. Paralelamente, en Occidente se someten a revisión los valores que tradicionalmente han configurado la esencia de los poderes liberales, el primero y fundamentalmente, la libertad, que en Europa está siendo sustituida por una vaga y a menudo discutible idea de igualdad reforzada por la primacía que en el ideario colectivo ha adquirido la paz como valor supremo. El pacifismo puede desarmar intelectualmente a los individuos y ampara con frecuencia el relativismo como criterio de acción política. Conforma la parte ideológica del mecanismo compensatorio citado, a saber, su aspecto interno. La acción de este mecanismo en su doble faceta interna y externa puede debilitar el poder de los EEUU para configurar un orden mundial decimonónico donde el equilibrio entre potencias de similar envergadura sustituya el actual liberalismo imperial. Esta política es posible y su triunfo constituiría un retroceso histórico de consecuencias difíciles de valorar.

 

CONCLUSIÓN

 

Ni el elemento mecánico, ni el orgánico, tal y como han sido definidos en este análisis, permiten establecer el carácter decadente de la potencia política o imperio que hoy poseen los EEUU. Pero este hecho no hace menos relevante la recurrente lógica histórica que suele utilizarse para explicar o vaticinar la inevitable decadencia del poder norteamericano, una discusión que existe sobre todo dentro de los EEUU y con menos nivel intelectual en el exterior, donde la decadencia norteamericana es habitualmente un deseo que algunos insisten en hacer pasar por un hecho realizable. El carácter global y crecientemente integrado de la Sociedad Internacional hacen de esta potencia un elemento vertebral del sistema, sobre el que pivotan importantes aspectos de la seguridad y la economía mundiales. Este hecho y el carácter marcadamente liberal y democrático, por tanto bastante excepcional, de esta suerte de poder imperial hacen del mismo un fenómeno original y por ahora necesario para el correcto funcionamiento de la sociedad internacional que lo acoge. La necesidad constituye así uno de los aspectos de la proyección global de los EEUU que prolongará  la existencia de este poder que sigue, por lo demás, generando profundas antipatías en amplios sectores de la opinión pública y extensos ámbitos sociopolíticos, como es el caso particular del mundo islámico. La certeza de que esto es así, y la seguridad de que tal rechazo está detrás de algunas graves tensiones internacionales, reforzó la imagen de Obama en un proceso electoral repleto de mensajes huecos y retórica al estilo europeo que probablemente han permitido llegar y permanecer en la Casa Blanca a un presidente bienintencionado, de realismo discutible. Ahora bien, que este hecho muestre un cambio en la naturaleza de la masa electoral norteamericana, de su sistema político (elemento orgánico), o su capacidad de adaptación al medio internacional (elemento mecánico) de envergadura suficiente para modificar la preeminencia global de los EEUU está por ver. No solo por la capacidad persistente de ejercer su imperio; sino también por la necesidad que el resto de los actores internacionales parecen tener de aquel.

 

Ángel Pérez, analista