Ecopopulismo fiscal

por Jaime García Legaz, 21 de noviembre de 2006

(Publicado en El Economista, 21 de noviembre de 2006)
 
 
Los socialistas de todos los partidos no dan tregua a su obsesión por meterle a la gente la mano en la cartera. Ahora que parece que, por fin, la mayoría de los ciudadanos se ha dado cuenta de que no tiene tanta gracia ser expropiado sistemáticamente de una buena parte de su renta para que otros decidan por él en qué se gasta ese dinero, los partidarios de subir los impuestos tienen que recurrir a disfrazar sus propuestas de argumentos supuestamente benéficos.
 
Su argumento estrella es ahora la lucha contra el cambio climático. El nuevo mantra de la izquierda consiste en culpar al capitalismo neoliberal de la mala salud de nuestro planeta. Brotan así por doquier propuestas encaminadas a aumentar las prohibiciones, las restricciones a la libertad individual y los impuestos. Con tal que la propuesta lleve adosado el prefijo “eco”, parece que todo vale.
 
Lo primero que conviene aclarar es que todos estamos interesados en preservar el planeta para las futuras generaciones. La preocupación por la conservación por el medio ambiente no es patrimonio de nadie, y menos de la izquierda. Porque Chernobyl es un legado comunista, las ciudades más contaminantes del mundo están en países comunistas y las mayores catástrofes ecológicas de la historia contemporánea de España (los incendios forestales masivos) se han registrado en Guadalajara, Galicia, Extremadura y Andalucía bajo mandato y responsabilidad socialista.
 
Puestos a luchar contra las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero y a utilizar los impuestos como herramienta correctora de externalidades negativas, conviene, al menos, tener claros tres principios.
 
El primero es que los científicos han demostrado que el efecto sobre el cambio climático de la emisión de una unidad de CO2 es el mismo en cualquier punto del planeta. Por tanto, antes de correr a subir los impuestos a los españoles convendría actuar para que países como China o India, que están fuera de Kyoto, adquirieran los compromisos correspondientes en materia de emisiones, y también para que otros países que emiten mucho más CO2 por habitante que nosotros recortaran las suyas; sin ir más lejos, en el marco de la Directiva de Emisiones, fruto del Acuerdo de Kyoto, España está transfiriendo cantidades enormes de fondos a otros países europeos más ricos que el nuestro y que emiten  mucho más CO2 por habitante que España. Esto no tiene ni pies ni cabeza.
 
Dando por bueno el principio pigouviano clásico de que “quien contamina paga”, el segundo principio elemental es que hay que tener claro qué contamina y qué no. Recorrer decenas de miles de kilómetros al año con un automóvil antiguo contamina mucho. El mero hecho de comprarse un todoterreno no contamina nada. Los camiones de transporte de largo recorrido contaminan mucho, mientras que el uso ocasional de un vehículo  deportivo contamina muy poco. Hacer muchos kilómetros al día con una furgoneta de reparto de diez años de antigüedad contamina mucho más que hacer tres o cuatro kilómetros al día en un vehículo de altas prestaciones para recoger a los niños del colegio.
 
La cuestión viene a colación porque, una vez desechada por el PSOE su propuesta del “impuesto Zapatero” (un impuesto de portazgo por acceder en vehículo privado a las ciudades), ha comenzado a extenderse la idea de aplicar nuevos impuestos ligados a la propiedad del automóvil, no a su uso. Un economista planteaba hace algunos días como “reforma pendiente” un incremento del impuesto de matriculación y del impuesto de circulación  (el Impuesto sobre vehículos de tracción mecánica, para ser más exactos) para los vehículos con mayores emisiones de CO2. Se trata de una propuesta que comparte línea ideológica con las propuestas de Ken “el Rojo”, el izquierdista Alcalde de Londres, que  ha propuesto gravar con una tasa disuasoria a los conductores que accedan a la ciudad en un todoterreno.
 
La supuesta excusa para subir los impuestos es medioambiental, pero se trata en los tres casos de falsos impuestos ecológicos, porque su hecho imponible no consiste en contaminar. Ese es el quid de la cuestión.
 
No nos engañemos: si de luchar contra la contaminación se trata, hay una forma obvia mucho más eficiente de lograr ese objetivo: incrementar los impuestos sobre los hidrocarburos.
 
Parafraseando a alguien tan poco sospechoso de ser amigo de George Bush y de la “globalización neoliberal capitalista”, el premio Nobel Joseph Stiglitz afirma que “es mejor gravar la nociva contaminación que cosas positivas como el ahorro y el trabajo”; de otra forma: es mucho menos malo subir los impuestos sobre las gasolinas y gasóleos que subir los impuestos patrimoniales sobre los vehículos, que no son otra cosa que la materialización del fruto del trabajo.
 
¿Cuál es el problema? Que la subida del impuesto sobre hidrocarburos  afectaría a mucha más gente, entre otros, a los trabajadores propietarios de coches de cierta antigüedad, a los transportistas y a los taxistas. Y esos pueden protestar. Es mucho más fácil practicar el ecopopulismo fiscal: ¿quién mejor para soportar una subida de impuestos que un caricaturizado ejecutivo antisocial, rico, explotador, que comprándose un todoterreno contribuye al cambio climático matando a miles de inocentes en el tercer mundo? E impuestazo que te crió.
 
El tercer principio fundamental consiste, por último, en analizar los beneficios y costes comparativos de reducción de las emisiones. Un periódico nacional informaba ayer  que una central térmica en Galicia contamina lo mismo que 2,4 millones de automóviles; al mismo tiempo, Zapatero acaba de cerrar una central nuclear y se niega a autorizar nuevas centrales. Antes de subir los impuestos, ¿por qué no analizar el coste de las decisiones políticas y de sus alternativas?
 
 

Jaime García-Legaz es Economista del Estado y Director de Economía de FAES