Economía y liderazgo: la democracia árabe en su laberinto

por Ángel Pérez, 5 de abril de 2006

¿Por qué son, o aparentan ser, tan incompatibles el mundo árabe y la democracia? No nos referimos, desde luego, a cualquier fórmula democrática, sino a la democracia liberal. Esta incompatibilidad no sólo no ha disminuido en los último años, sino que al contrario parece consolidarse como una seña de identidad que, además, es aceptada como inevitable en Occidente, y asumida casi sin oposición dentro de las sociedades musulmanas. La causa última se cifra en una supuesta incompatibilidad de base cultural y religiosa, que haría de la filosofía islámica una fuente constante de contradicciones insuperables en el proceso de transformación del estado. Y es evidente que la cultura juega un papel relevante en la mayor o menos facilidad con la que determinados cambios políticos suceden.
 
Sin embargo pudiera resultar excesivo cifrar exclusivamente en ese factor la razón de la inmovilidad, e incluso retroceso de los valores democráticos liberales en ese espacio geográfico. Tradicionalmente se ha insistido en la necesidad de que una transición democrática coincidiera en el tiempo con los factores sociales y políticos que permitieses esa transformación: la existencia de un estado, una economía de razonable salud, márgenes de libertad civil. La religión adquiere en esos países una importancia desproporcionada precisamente porque los factores nombrados, entre otros posibles, carecen de la solidez necesaria. Y a ellos hay que añadir un factor ambiental nada desdeñable, el hecho de que los nuevos valores liberales procedan de sociedades extrañas e identificadas de forma espontánea o inducida con el origen y sustento de los males que aquejan a los estados musulmanes. Podrían fijarse, por tanto, tres factores que hacen muy complicada la transición a la democracia:
  • una economía muy defectuosa
  • un liderazgo político deficiente
  • el factor ambiental adverso.
Esos factores influyen los unos en los otros, se retroalimentan, forzando una situación extrema en la que leves progresos en cualquiera de ellos no solo no suponen una mejoría global, sino, por el contrario, el empeoramiento de las circunstancias que caracterizan los demás. En pocas palabras, deben conformar un escenario positivo a la vez, no por separado. La trayectoria de algunos estados árabes parece confirmar esta idea. Durante los últimos años de la década de los ochenta y los primeros de la década siguiente fueron numerosos los estados de mayoría musulmana donde pareció existir un alto potencial democratizador. Entonces se quiso ver en aquel proceso que afectó a países como Argelia, Egipto, o Jordania una continuación de la expansión democrática que con éxito había modificado el panorama político en Europa del Este y en Latinoamérica. Los problemas, sin embargo, no tardaron en parecer. Los regímenes existentes mostraron una resistencia de hierro, algo normal, pero se escudaron además en la amenaza islamista para justificar una debilidad estructural que a su vez dificultaba el pleno ejercicio de los derechos propios de una democracia. Allí donde se dieron pasos más decisivos, como sucedió en Argelia, los resultados fueron más catastróficos. La crisis política argelina derivó en una cruenta guerra civil contra los islamistas que no terminó de cerrarse hasta el año 2001, fecha en que el nacionalismo incipiente de los bereberes de la Kabilia había conseguido crear un problema adicional a la viabilidad del estado. No solo no se consolidó la democracia, sino que ésta retrocedió en aquellos estados que habían avanzado de forma razonable en ese ámbito, como Yemen, Egipto o, el caso más dramático, Líbano. Este fracaso estrepitoso no puede achacarse sólo al islamismo, al fundamentalismo o a la religión islámica. Estos fenómenos son tanto más síntomas de la crisis como causa de aquella, con independencia de que el tiempo haya enquistado unos procesos de radicalización difíciles de subvertir.
 
Una economía defectuosa
 
Desde luego no se puede pretender buscar en la economía la única explicación del porqué los estados musulmanes demuestran una recalcitrante incapacidad para introducir reformas y hábitos democráticos, pero es curiosa la escasa atención que aquella merece normalmente en los análisis sobre esta cuestión. Sobre todo si comparamos el fenómeno islamista y fundamentalista con el nazismo, el fascismo o el comunismo, tres movimientos ideológicos en cuya génesis, bien es verdad que con intensidad variable, se suele interpretar que las circunstancias económicas y sus efectos sociales jugaron un papel relevante. La cultura y la herencia colonial suelen llevarse en el caso del mundo árabe la parte del león. Se trata de argumentos a priori muy razonables, el primero en Occidente y el segundo en el mundo árabe. Los totalitarismos europeos no pueden explicarse de forma creíble con semejante argumentación, dado que ni la cultura italiana o alemana, eran ajenas a la cultura occidental; ni la rusa fundamentalmente opuesta a aquella. Tampoco la política colonial de esos estados parece un argumento sostenible, incluso forzando al límite  la posible equiparación del Tratado de Versalles con la política de humillación y conquista europea del mundo islámico parecería ese un argumento de consistencia suficiente, aunque si sirviese para que los nazis justificaran la agresividad alemana tras el ascenso de Hitler, por ejemplo; igual que los islamistas, precedidos en este caso por el nacionalismo, utilizan la colonización como legitimación última de la suya.
 
La característica más evidente de la economía que disfrutan, y normalmente padecen, los estados musulmanes es que en ella el peso del mercado es mínimo. Se trata de una economía donde los intercambios comerciales tanto internos como internacionales suelen regirse por reglas cerradas y no económicas; sometida a la acción de decisiones e intereses políticos que han adquirido formas diversas: una estrategia nacional (por ejemplo contener el paro, o proyectar una imagen como potencia regional); una empresa pública o la acción directa del propio estado. La economía doméstica tampoco se sustrae a este desorden, de forma que el cambio ilegal de divisas, el dinero negro, y la ineficacia de los órganos de inspección fiscal son muy elevados.  A la ineficacia del estado hay que añadir normalmente la inoportunidad de perseguir esas actividades en principio ilícitas o alegales, dado que sin el mercado negro y la actividad laboral informal una parte nada desdeñable de la población de numerosos estados árabes carecería de los recursos básicos. En otros casos es el estado el que opera como actor económico, facilitando la subsistencia a una parte importante de la población, un hecho evidente incluso en las economías más desarrolladas de la región del Golfo, donde hay más dinero, menos mercado negro, pero mucho más control del estado. En ambas circunstancias la perspectiva de introducir reformas democráticas resulta para las pequeñas clases dirigentes un riesgo inasumible. Las deficiencias económicas se trasladan, por supuesto, al modelo de inserción de aquellos estados en la economía internacional, o, lo que viene a ser lo mimo, la forma en que economías extraordinariamente primitivas encajan en el fenómeno de la globalización. La interacción con el exterior está de forma general cooptada por los estados y regida por criterios políticos, un hecho que afecta a todas las variables, desde la ayuda exterior, siempre condicionada por intereses estratégicos o ideológicos (solo hay que pensar en el caso de Palestina o, con respecto a España, el de Marruecos) hasta el precio del petróleo, que es siempre el resultado de negociaciones políticas. Este fenómeno ha permitido a los estados que de él se benefician vivir al margen de la realidad interior. Y eso es así porque un estado que tienen a su disposición ingresos suficientes con el origen ya indicado no necesita, por ejemplo, combatir el mercado negro o regularizar la economía sumergida, dos acciones que sólo se justificarían en la necesidad de cobrar impuestos y pudieran potencialmente desencadenar protestas violentas. El éxito económico ya no se mide por criterios económicos, sino políticos. La construcción de una carretera, un aeropuerto o el mantenimiento de plantillas desproporcionadas adquieren sentido en la medida en que son ajenos a los principios económicos de corte liberal y siguen las indicaciones estratégicas de la autoridad de turno.
 
Esta circunstancia ha generado una estructura económica aislada, es decir, poco globalizada; poco sensible al mercado y sus variables y con estructuras sociales muy alejadas de los patrones convencionales en una economía occidental, es decir, un ambiente muy poco acogedor para la instauración de una democracia. La economía, por supuesto, está en continuo desorden, un caos reforzado por el crecimiento demográfico y los lamentables sistemas educativos, normalmente ajenos a las circunstancias vitales de una parte importante de los jóvenes que de él se benefician y diseñados para evitar la consolidación de una sociedad crítica y, por tanto, incómoda para los regímenes magrebíes y de Próximo Oriente. Estas masas poco formadas acaban por engrosar el mercado informal y más tarde las filas islamistas, una excusa adicional para no implementar reformas democráticas que, de todas formas, deben realizar regímenes cuya naturaleza es incompatible con aquellas. Las deficiencias del sistema económico constituyen un obstáculo estructural para la democratización de estos estados, pues refuerzan, por acción u omisión, los actores que rechazan o no necesitan tales cambios.
 
Liderazgo deficiente
 
Diversas son las tensiones que agitan los regímenes políticos, y las sociedades en que se basan, en el norte de África y Oriente Próximo. Una estrictamente económica, ya expuesta; existe una tensión ideológica, entre islamistas y no islamistas; una tensión política, entre modernidad y tradición; y, por último, una tensión sociológica, entre aquellos que siguen disfrutando de los beneficios, con frecuencia artificiales, del estado y los que, cada vez en mayor número, quedan al margen. Esa población marginal engrosa la economía informal, los partidos islamistas, la intolerancia frente a la cultura occidental y el desprecio de la realidad política, es decir, la actividad revolucionaria. Una revolución involucionista, pero revolución por su radicalismo y su deseo de romper absolutamente con el marco político existente. El estado en estas circunstancias es débil casi sin excepción, y gravita de forma elevada sobre la eficiencia de los cuerpos de seguridad, que garantizan hoy más que nunca la pervivencia de los regímenes vigentes. Una debilidad que viene a engrosar con frecuencia la ya de por si endeble legitimidad del estado, producto de la política imperial europea o subproducto del nacionalismo local que cristalizó tras el auge de la descolonización. Las circunstancias descritas dibujan un escenario que, como el económico, es poco propicio para la democracia y donde destacan con luz propia las contradicciones de la generación de líderes que deben afrontar la transformación del estado. La clase política que  se ha beneficiado de los aparatos del estado, incluyendo presidentes de largo mandato y reyes o príncipes, han vivido bien hasta ahora, sin que el tiempo transcurrido parezca haber contribuido a modificar su percepción de los acontecimientos. Constituyen, de hecho, un obstáculo de difícil superación si la aspiración es la democracia, como demuestran los casos de Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia, El-Asad en Siria,  o Mohamed VI en Marruecos. De entre todos ellos, sin duda los más jóvenes merecen una atención especial, habida cuenta que todos han alcanzado el poder manifestando deseos de cambio y pretendiendo trasladar una imagen de compromiso con la modernidad. Pero de tales apariencias ha sido imposible derivar realización práctica alguna. Basar el-Asad generó al ocupar la jefatura del estado en Siria cierto optimismo, disipado hoy por completo. El comportamiento de Siria en el conflicto iraquí, su intervencionismo en Líbano y la ausencia de reformas internas han sido la tónica, por más que aquel hombre en sus treinta y tantos vistiese a lo occidental e hiciese ostentación de sus habilidades informáticas. Con la distancia que merece el caso jordano, lo cierto es que las declaraciones del rey Abdalah también han sido con frecuencia contradictorias, tendiendo a establecer en él mismo más que en el pueblo la responsabilidad de gestionar las dificultades y retos del mundo moderno. Y más esclarecedoras han sido si cabe la declaraciones públicas de Mohamed VI que, en 1999, cuando ocupó el trono habló abiertamente de la admiración que sentía por el ejemplo español, estableciendo como objetivo último la modernidad. Pronto sin embargo fue siendo evidente que el camino hacia la modernidad debía emprenderlo a solas la monarquía, amparando la ausencia de reformas en la distinta naturaleza del Magreb con respecto a Europa. Es más, en todos los casos nombrados existe, como en todo régimen autoritario, la tendencia a considerar que la democracia admite matices, condicionantes justificados por las diferencias entre naciones. En pocas palabras, que cada estado norteafricano o de Próximo Oriente debe encontrar la fórmula democrática que más le convenga. En realidad la democracia está fuera de los objetivos de los dirigentes de los regímenes mencionados, en realidad está fuera de los objetivos de todos los estados de la región que sólo aspiran a modernizar la estructura política hoy existente, es decir, a perpetuar un sistema que ha fracasado a la hora de transformar con éxito las sociedades musulmanas, pero cuya pervivencia estriba en el flujo de recursos del exterior, y en el rígido control del comercio de productos estratégicos. La presión islamista no sólo es justificada como riesgo que debe limitar la democratización interior, sino que además sirve de chantaje frente a Occidente, que se ve en la tesitura de apoyar a un régimen fracasado o uno de naturaleza radical; en la práctica a no ser exigente con la aplicación de valores y principios democráticos para no poner en peligro abstracciones como la estabilidad o determinados procesos de paz.
 
Factor ambiental
 
Por factor ambiental puede entenderse la contradicción que representa el hecho de que la modernidad a la que aspiran los líderes magrebíes y de Oriente Próximo es de hecho un ideal occidental. Y Occidente ocupa en el imaginario colectivo de esos estados un papel de notable importancia, a saber, como catalizador de la tensión interna al servir de centro de crítica y como origen informal del victimismo que alimenta a los islamistas. Por otra parte una parte notable del contenido ideológico que nutre el enraizado antioccidentalismo procede igualmente de Occidente, que se encontraría así en la compleja tesitura de alimentar al mismo tiempo las fobias y las reacciones que aquellas suscitan en el mundo islámico. En ambos casos se obstaculiza la transformación democrática de esos estados. En el primero Occidente actúa como sujeto pasivo. Primero el nacionalismo, más tarde el fundamentalismo han vertebrado su praxis ideológica en torno al rechazo de Occidente, de tal forma que toda fuerza política o movimiento de masas desarrollado en la región desde los años cincuenta es por naturaleza incompatible con programas políticos filooccidentales. De esta circunstancia son conscientes todos los líderes políticos, que huyen de forma sistemática de cualquier identificación con ese universo foráneo. Como consecuencia los procesos de democratización iniciados en ese escenario han sido reducidos a la introducción de técnicas electorales desprovistas de otros aditamentos de raíz liberal. Esta circunstancia, por otra parte, contribuye a consolidar el actual estado de cosas, a saber, justifica la timidez de los dirigentes políticos instalados, que no hablan de democracia con frecuencia, excepto cuando su interlocutor es occidental; y la agresividad de aquellos situados en la oposición islamista, única oposición eficaz con frecuencia, y por tanto instalados en los márgenes del sistema. De tal suerte que en las próximas décadas tanto si la clase política se nutre de un lado como otro seguirá excluyendo la democracia liberal de sus objetivos. La actual clase dirigente, en ella incluidos los reyes y príncipes, encuentran en el factor antioccidental el mecanismo que justifica tres líneas de acción simultáneas: la cohesión de grupo, es decir, la comprensión y apoyo mutuo entre líderes amenazados o preocupados por la génesis y acción de grupos islamistas; el control por tanto tiempo como sea posible del sistema de producción y precio de petróleo, otra fórmula que garantiza el apoyo o la tolerancia exterior hacia sus regímenes; y la utilización sine die del conflicto árabe israelí como vía de escape para el descontento popular, transfiriendo lealtades, intereses y preocupaciones hacia un conflicto que en realidad tiene poco o nada que ver con las situaciones de subdesarrollo y crisis del mundo musulmán que media entre Marruecos y el Golfo.
 
En el segundo caso Occidente es sujeto activo. Y dentro de Occidente los partidos, grupos de opinión y medios de comunicación vinculados, influidos o encuadrados en la izquierda. La forma en que las actividades privadas y oficiales occidentales inflaman la tensión islamista en el espacio afectado es diversa, pero esencialmente dos: aporta una explicación ideológica y una justificación moral a la actividad revolucionaria islamista; y manipula el conflicto árabe israelí de tal forma que éste adquiere una importancia desmesurada; concentra un esfuerzo diplomático excesivo y traslada una fuerte debilidad argumental a los procesos de democratización, que nadie se ve en la obligación de aceptar en el mundo islámico habida cuenta de que nadie en Occidente, en especial nadie en la izquierda, esta dispuesto a poner en peligro el proceso de paz con exigencias democráticas. Ambas líneas de acción alimentan igualmente un profundo antiamericanismo, lamentable herencia que finalmente reduce la eficacia de la actividad estadounidense, siendo, sin embargo, el único actor occidental capaz de operar globalmente en la región y ejercer la suficiente presión transformadora. Por tanto se puede añadir una tercera vía de penetración ideológica occidental de carácter antioccidental, la destrucción o el debilitamiento de la credibilidad y la reducción de los márgenes de acción de los EEUU.
 
Conclusión
 
Los factores que facilitan la transición hacia una democracia son diversos, pero entre ellos la naturaleza de la economía y la gestión gubernamental de aquella tienen notable importancia. Las economías centralizadas, con fuerte participación estatal, sometidas a procedimientos e intereses políticos y cuya interacción con el exterior está mediatizada por el propio estado difícilmente generan espacios de libertad que pudieran nutrir una democracia liberal. Paralelamente las deficiencias de un estado articulan resistencias insalvables para que la democracia se asiente. Si este es incapaz de mantener el orden público, de aplicar las leyes o de garantizar esferas públicas y privadas de libertad difícilmente puede contribuir con éxito a la consolidación de una democracia. Si, como es el caso, una de sus funciones es limitar esa misma esfera de libertad, la democracia es imposible. Hoy por hoy los dirigentes políticos que detentan el poder, incluso los más jóvenes y modernos, carecen de alicientes para implantar sistemas democráticos, a pesar de la  reclamación social que tiende a ello, porque su permanencia depende más del apoyo exterior que del doméstico. Un primer paso para establecer las bases de un verdadero proceso democratizador seria precisamente invertir ese orden, de tal manera que los vínculos entre la población y la clase dirigente les convirtiese en factores mutuamente necesarios. Si estos procesos desembocan o no en democracias liberales es casi lo de menos, si ese camino sirve al menos para crear los rudimentos de un estado de derecho o algo que se le parezca. Más complicado lo tiene Occidente para desarrollar una política en la zona que no provoque daños inesperados. La idea clásica de no apoyar a los regímenes vigentes y no democráticos para privar de ese argumento a la oposición islamista es sencillamente irrealizable. El más elemental realismo hace imposible evitar o limitar las relaciones con Arabia Saudí o Marruecos, por poner dos ejemplos. Otras opciones existen, sin duda, entre ellas la intervención directa, como sucede en Irak y Afganistán; o el impacto en ámbitos que pueden ser ajenos al estado, desde la economía a la educación, pero, en esta segunda opción, de largo desarrollo e imprevisible resultado. No hay que hacerse ilusiones, y el caso iraquí parece demostrarlo, cualquier fórmula de intervención, y todo proceso de democratización irá acompañado de fuertes tensiones y riesgos para Occidente. La elección final depende de la convicción democrática y liberal de las sociedades occidentales teniendo en cuenta algo evidente, si se interviene como si no, los riesgos y amenazas seguirán allí. Afectarán a Occidente se haga  lo que se haga, y se adopte la posición que se adopte. La paz, la democracia y la justicia tendrán en esas tierras un alto precio aún por conocer.

 
Ángel Pérez es Analista de Política Internacional.