Daherndorf, la brújula y el radar: remar contra corriente

por Mira Milosevich, 10 de noviembre de 2009

(Del libro La libertad a prueba. Los intelectuales frente a la tentación totalitaria, Ralf Dahrendorf. Trota. Madrid 2009)
 
El último libro de Ralf Dahrendorf publicado en España, La libertad a prueba. Los intelectuales frente a la tentación totalitaria (Trota, Madrid 2009), es un ensayo sobre la pasión por la libertad. Aparentemente, por su título, este libro podría tomarse por uno más de la literatura ya amplia, a veces aburrida y, por lo general, bastante estéril sobre sociología de los intelectuales, pero, en realidad, se trata de un libro fundamental y necesario. A diferencia de la literatura hasta ahora publicada sobre el tema, no se ocupa de los intelectuales que Mark Lilla ha denominado “filotiránicos”[i]. Es decir, los que cedieron, en diverso grado, a la fascinación del poder totalitario. Dahrendorf, se interesa por el arquetipo opuesto erasmista, a partir de la vida y obra de tres intelectuales liberales que nacieron al comienzo del siglo XX, entre 1902 y 1909: Karl Popper, Raymon Aron e Isaiah Berlin. Su propósito principal no es tanto averiguar y definir las virtudes de estos hombres como identificar las virtudes de la libertad que inmunizan de las tentaciones subyacentes en las variedades del totalitarismo. ¿Qué tipo de libertad deberíamos cultivar para protegernos de las ideologías tiránicas?, se pregunta Dahrendorf. También intenta explicar en qué consiste el atractivo de la política basada en la falta de libertad, y responder a la pregunta sobre la causa de que los totalitarismos del siglo XX triunfaran durante muchos años, antes de sus cataclísmicas derrotas en 1945 y 1989.
 
A pesar de que el fascismo fue vencido en la II Guerra Mundial, y el comunismo colapsó hace veinte años, perviven elementos importantes de estas ideologías totalitarias que marcaron la historia del siglo XX. La historia nunca se repite literalmente, como un estribillo, pero las consecuencias de las guerras que destruyeron Yugoslavia, los conflictos en el Cáucaso, los nuevos populismos iberoamericanos y, sobre todo, la amenaza del yihadismo -que en el fondo no es un conflicto entre religiones sino entre un orden liberal y otro fundamentalmente antiliberal-, marcarán sin duda el rumbo del siglo XXI. Por tanto, no está de más recordar a quienes demostraron en circunstancias adversas que era posible mantener los principios liberales. Los que supieron remar contra la corriente de la servidumbre voluntaria de su época.
 
1. EL POLÍTICO Y EL INTELECTUAL
 
En Europa, hay una idealización y mitificación de los intelectuales. Tiene sus raíces en la filosofía griega, y en la obsesión de trazar una clara diferencia entre políticos y filósofos para contrarrestar la temeraria propuesta platónica del gobernante ideal -el rey filósofo-, matriz de toda doctrina totalitaria. Fue Max Weber quien, en sus celebres conferencias “Política como profesión” y “Ciencia como profesión”, intentó demostrar que las profesiones del político y del intelectual son irreconciliables. Cuanto más se subrayaba la incompatibilidad entre el político y el intelectual, más se atribuía a este último el papel de conciencia moral. Éste es un fenómeno puramente europeo. Hay un abismo entre la definición del intelectual que solía repetir el presidente estadounidense Eisenhower para divertir a sus electores, como un hombre que necesita más palabras de las necesarias para decir más de lo que sabe, y la definición de Julien Benda, que lo define como aquel cuya función es defender valores eternos como la justicia y la razón. Fue Benda quien, en su célebre ensayo La trahison des clercs[ii], publicado en 1927, acusó a los intelectuales franceses de haber traicionado esa función sagrada, por no haber defendido la justa causa en el caso Dreyfus, y describió varios modelos de autoengaño que les permitieron renegar de la misma en aras de unos ideales supuestamente superiores. Benda introdujo en la vida de los europeos un concepto sin sentido que todavía está de moda: la responsabilidad de los intelectuales. A propósito del caso Dreyfus, Benda formuló expectativas imposibles en relación con los que trabajan con las palabras y las ideas, exigiéndoles una participación y responsabilidad fundamentales en la vida política. La responsabilidad de los intelectuales se planteó con particular acuidad al término de la Segunda Guerra Mundial cuando se cuestionó la actitud pasiva o cómplice de las elites alemanas ante los crímenes del Tercer Reich, y tras la destrucción de Yugoslavia, cuyos intelectuales se esforzaron en poner al día las mitologías nacionalistas.
 
Las definiciones de Eisenhower y Benda no sólo reflejan la diferencia entre el político y el intelectual, sino también entre la pragmática actitud norteamericana, que asigna a los intelectuales el espacio académico y confía a los políticos la defensa de los valores de la justicia y la razón, y la europea, para la que los intelectuales, desde el siglo XVII, han ocupado el lugar que los sacerdotes tuvieron en la sociedad tradicional. De hecho, Benda les llamaba “clérigos”, sustantivo que se refiere al que ha recibido las órdenes sagradas y a la vez se refiere a la persona letrada o sabia.
 
En la Europa del Este, durante la Guerra Fría los intelectuales ejercieron el poder clerical más que en cualquier otro lugar y momento de la historia. Bajo el comunismo, que aspiraba a suprimir cualquier atisbo de religión o de ética que no afirmase los valores utópicos de la hermandad e igualdad y los principios del materialismo dialéctico, los intelectuales jugaron un papel doble. Por un lado, la gran mayoría de ellos, eufóricos ante la rápida modernización tecnológica de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial en la URSS, dieron la legitimidad a la ideología comunista. No en vano Lenin había afirmado que el comunismo sería socialismo más electricidad. Por otro, los intelectuales fueron también los primeros en decepcionarse con el comunismo y, desde la revolución húngara de 1956, encabezaron las rebeliones contra el poder soviético en los países del Pacto de Varsovia. Fueron ellos quienes más contribuyeron a que se negociase en Helsinki, en 1975 -y en el marco de la Conferencia de Seguridad y Cooperación entre los representantes de la Europa dividida- la definición de los “derechos humanos” (aparte de las cuestiones de seguridad y economía), lo que traducía una exigencia profunda de ampliar la libertad de expresión y la libertad religiosa. Los disidentes como Vaclav Havel se convirtieron en auténticos héroes del ideal de democracia liberal en su versión poscomunista.
 
Ningún autor occidental hizo un estudio tan cáustico sobre los intelectuales que vivieron en los regímenes comunistas y se adaptaron a ellos, sacrificando sus capacidades intelectuales de juzgar el régimen en el que vivían, como lo hizo el poeta polaco Czeslaw Milosz (1981a) en su ensayo El pensamiento cautivo, publicado en 1953 en París. La lectura de este libro, publicado por primera vez en serbocroata en 1985, más de treinta años después de su difusión en Occidente -pero, así y todo, antes que en otros países comunistas-, junto con la de la Crítica del Marxismo de Lesek Kolakowski, que apareció un año antes, fue fundamental para mi generación, que llegaba a la Universidad en esos años. El mismo hecho de que se publicara a estos autores -ambos exiliados- anunciaba, a quien lo quisiera ver, el comienzo del derrumbe del comunismo. En realidad, no se necesitaba una especial agudeza para advertir que la ideología comunista había perdido su credibilidad y que sus clérigos ya no ejercían poder intelectual alguno. En los Balcanes, muchos de ellos se convirtieron en los nuevos mesías de otra ideología colectivista, el nacionalismo étnico.
 
Dahrendorf no se priva de alimentar expectativas éticas en relación con los pensadores, pero describe a otro tipo de intelectual, no muy abundante, que no está al servicio de una ideología o de algún partido político. Son hombres que funcionan como la brújula, con una capacidad de autodirección basada en sus convicciones éticas y liberales. Se diferencian de otros que, como el radar, simplemente captan señales a su alrededor y reaccionan a ellas. Los que funcionan como la brújula nunca pierden su propio rumbo.
 
2. FILOTIRÁNICOS
 
A diferencia de Julien Benda o de Paul Johnson[iii], Dahrendorf no expone juicios morales ni expresa indignación al mencionar pensadores que cedieron a la tentación totalitaria como Heidegger o Jean-Paul Sartre, por nombrar algunos. Más bien intenta explicar a qué tipo de ordalías estuvieron sometidos quienes se enfrentaron a la seducción de dos ideologías totalitarias: la fascista en su variante nacionalsocialista, y la comunista en su modalidad soviética, el bolchevismo. No por casualidad elige el concepto de tentación, porque apunta al factor irracional de rendición y entrega y reconoce que la política basada en la falta de libertad resultaba algo seductor y atractivo.
 
¿En qué consiste esta fascinación? Fascinación y fascismo tienen la misma raíz etimológica. En el caso del fascismo, se trataba de una ideología que ofrecía a sus seguidores la posibilidad de sentir una pertenencia solidaria en la lucha por una causa digna de glorificación -la grandeza de la Nación-, bajo el poder carismático del Führer, consagrando el principio de la jefatura suprema de un solo hombre. El fascismo ofrecía la salvación colectiva mediante la regeneración nacional. En este caso, seducción y tentación fueron relativas y efímeras, porque muy pronto se desveló la salvación prometida como pura arbitrariedad criminal y violencia para mantenerla. El comunismo ofrecía una sustitución de la fe en Dios por la fe “científica” en un paraíso utópico en la tierra: la redención de un mundo que se presentaba como una necesidad histórica inevitable. Ambas ideologías eran hijas de la misma historia y del mismo suelo, el de la guerra. Se han alimentado, condicionado y combatido mutuamente. Y durante la Segunda Guerra Mundial demostraron que su auge se había debido solamente al eclipse del liberalismo.
 
Había muchos que no abogaban eufóricamente por los valores utópicos, pero esto no significa que fueran defensores de la libertad. Czeslaw Milosz los describió con brillantez clasificándoles en cuatro tipos. En cada caso se centra en un aspecto esencial, revelador y temprano, del carácter y la vida del escritor, algo que haya marcado sus escritos más tardíos y sus cambios en la posición política. Nos encontramos con Alfa, “el moralista”; Beta, “el nihilista”, cuyo nihilismo proviene de una pasión ética, del amor desencantado hacia el mundo; Gama, “el esclavo de la historia”, y Delta, “el trovador”. Estos retratos reflejan uno de los momentos más oscuros de la historia, y la tendencia de los hombres a la adaptación, a la emigración interior, o a la indiferencia contemplativa ante las circunstancias políticas que les ha tocado vivir, aunque el precio de tales actitudes sea la privación de libertad.
 
3. LA SOCIEDAD ERASMIANA
 
En la turbulenta primera mitad del siglo XX se sucedieron la Primera Guerra Mundial, la Revolución bolchevique, la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría. En esa época nacieron y vivieron los intelectuales que analiza Dahrendorf. Su elección de los nacidos entre 1900 y 1910 es arbitraria, lo reconoce él mismo, aunque lo justifica por razones prácticas e históricas: los nacidos en este decenio eran lo suficientemente jóvenes para, por falta de experiencia social y política, haber podido dejarse arrastrar por los cantos de sirena totalitaria, pero también suficientemente mayores para tener conciencia de sí mismos y del mundo que les rodeaba. Por ello elige tres intelectuales paradigmáticos, erasmistas, -Popper, Berlin y Aron- como avatares modernos de Erasmo de Rótterdam, al que rinde homenaje como precursor de las virtudes liberales.
 
Así llega a esbozar una imaginaria Sociedad Erasmiana de la generación nacida en la primera década del siglo XX, distinguiendo entre miembros de pleno derecho, candidatos, impulsores, miembros externos y candidatos rechazados, según su relación con el paradigma. Además de los tres mencionados, admite en el selecto club a Norberto Bobbio, Jan Potocka, Theodor W. Adorno, Hanna Arendt, Theodor Ehrenburg, Manès Sperber y Arthur Koestler. Aunque teniendo en cuenta la condición impuesta por Dahrendorf de limitarse sólo a los que nacieron entre 1900 y 1910, difícilmente se puede aceptar la denegación del reconocimiento erasmista, por ejemplo, a Czeslaw Milosz (nacido en 1911) o a Friedrich von Hayek (nacido en 1899). A Hanna Arendt le reconoce tal condición, pero no se priva de ironizar a la hora de entregarle ese estatuto: “Era una mujer extraordinaria cuyas emociones eran demasiado fuertes como para que pudiera ser la erasmista de pura cepa. […] Fue inmune a las dos grandes tentaciones de la época, si obviamos el hecho de que se enamoró tenazmente de un hombre que cayó en la red de los nazis, y se casó con otro que era comunista”[iv].
 
Los miembros de la Sociedad Erasmiana comparten ciertas características básicas: su medio principal de trabajo es la palabra; tienen una fuerte presencia pública y su lenguaje ha contribuido a definir las “mentalidades de una generación”[v]. No son intelectuales que reconcilian la actividad política y la intelectual, pero tampoco les obsesiona tal división. Por el contrario, saben nadar entre dos aguas. Son una especie de “periodistas” cuya opinión influye en las decisiones políticas. Dahrendorf cree que el lugar ideal para este tipo del intelectual son los think thanks, que reconocen la gran importancia que tienen las ideas, no sólo por ser productos del intelecto, sino también por su capacidad de generar sistemas, definir pautas y políticas gubernamentales, y servir como inspiradores culturales y motores históricos.
 
A diferencia de Julien Benda, que afirma que la función del intelectual es defender la justicia y la verdad, Dahrendorf elige intelectuales que han defendido la libertad y la verdad. El meollo de la libertad consiste en la capacidad y la voluntad de hacer u omitir lo que uno quiere. La libertad sería la ausencia de coacción. En el mundo real, tener libertad significa que las coacciones y las limitaciones que inciden en obrar y el querer de los individuos son reducidas al mínimo posible. Pero, para que haya libertad de verdad, tiene que haber un orden liberal. El orden liberal no es un ámbito de pura libertad, sino más bien un orden de limitaciones pactadas. La verdad de la que habla Dahrendorf no es un valor de eternidad, sino más bien la negativa al sacrificio de la libertad en favor de una ideología.
 
No hace falta analizar la obra completa de estos intelectuales, porque los que poseen la mínima educación liberal la conocen. Pero no está de sobra mencionar sus ideas más importantes. Popper, el autor de La sociedad abierta, introdujo en las ciencias sociales el método hipotético deductivo: el proceso de falsación de una hipótesis mediante observación empírica, que nos conduciría a buscar mejores hipótesis. Berlin nos enseñó que los valores están en un continuo conflicto entre sí y que sólo el pluralismo puede dar la base a un sistema liberal. Aron nos ofrece sus agudos análisis sobre la filosofía de la historia, pero sobre todo se le recordará por el concepto del observador comprometido, una suerte de fusión de la actitud del actor con la del espectador, una forma de participación interior en la causa que se está observando.
 
4. LAS VIRTUDES CARDENALES DE LA LIBERTAD
 
¿Cómo consiguieron estos hombres conservar su rumbo interior? Los erasmistas son representantes de lo que denominamos el espíritu liberal, refiriéndose con ello a una determinada actitud intelectual que puede ser caracterizada mediante las cuatro virtudes cardinales. Las virtudes teologales -la fe, la esperanza y la caridad- tienen poco que ver con la libertad política. Fortitudo (valentía), iustitia (justicia), temperantia (templanza, moderación) y prudentia (prudencia) son las cuatro clásicas virtudes cardinales, comunes a la tradición clásica y a la cristiana, que Dahrendorf examina en la vida y en la obra de Popper, Berlin y Aron, los tres erasmistas paradigmáticos, consciente de que, a lo largo de la historia del pensamiento, han sido interpretadas de muchas maneras. El sociólogo las considera expresión de valores universales que se pueden lograr mediante el esfuerzo.
 
Los tres erasmistas compartieron en mayor o menor grado -según sus temperamentos personales- las virtudes cardinales, pero también el origen judío, la experiencia del exilio y la creencia en la razón, o mejor dicho, la preferencia por la razón, porque estaban convencidos de que la razón no puede dar las respuestas a todos los problemas que padece el hombre. Lo cierto es que defendieron la razón con una gran pasión, aunque reconocían que la relación entre la razón y la pasión no es tan sencilla, y que la debilidad fundamental de un orden liberal estriba en que es, por definición, una cuestión de cabeza, no de corazón. Pero también queda claro, por muy complicada que sea esta relación, que vincularse a la razón puede implicar una cierta pasión, pero responde, ante todo, a una decisión ética individual.
 
A los erasmistas no hay que confundirlos con los disidentes (Vaclav Havel sería un raro ejemplo de combinación de cualidades erasmianas con la idiosincrasia del disidente) ni con los combatientes de la resistencia (de hecho la mayoría de los erasmistas revelan cierta cobardía a la hora de enfrentarse directamente con la violencia); tampoco con los mártires (pues no están dispuestos a inmolarse por sus ideas, porque no creen que éstas sean más convincentes por el sólo hecho de morir por ellas). Si aceptaran una definición característica, ésta sería la de exiliados en sentido metafórico (aunque casi todos han pasado por esta experiencia real), es decir, exiliados que no se lamentan de su condición de tales y saben que su soledad es el precio de la libertad.
 

Afirma Dahrendorf que el erasmista sólo puede florecer en circunstancias extremas de amenaza al orden liberal. Con esto se explica la ausencia de este tipo del intelectual en países cuyo orden liberal nunca ha sido amenazado seriamente, como Inglaterra o los EE.UU. Puede que haya allí sujetos que poseen estas cualidades o virtudes, pero permanecen ocultas. Los atentados del terrorismo yihadista en Nueva York, Madrid y Londres suponen la aparición de una amenaza totalitaria global al orden liberal. Más que nunca, necesitamos hoy a los erasmistas. Es cierto que sus palabras no acallarán las bombas terroristas, pero pueden servirnos de brújula de la libertad. Es cierto que no es posible escribir manuales de cómo convertirse en un liberal -desde este punto de vista el libro de Dahrendorf es inútil-, pero nos recuerda, con mucha pasión, que las ideas, si no mueven el mundo, sí mueven a los individuos.


Notas
[i] Mark Lilla, op. cit 2004.
[ii] Julien Benda op. cit 2008.
[iii] Paul Johnson op. cit 2000.
[iv] Ralf Dahrendorf op. cit 200, pág.  97-98.
[v] Expresión que Dahrendorf toma prestada de Noel Annan.