Crisis del euro. No al consenso socialista

por GEES, 9 de diciembre de 2010

 

El consenso socialdemócrata, todavía dominante en el mundo de las ideas, la ha emprendido con Alemania. Argumenta que su negativa a ampliar el fondo de rescate y a emitir eurobonos –medida que exigiría reformar los tratados– equivale a dejar caer el euro. Se le achaca falta de liderazgo, estrechez de miras, y frenar la construcción europea. ¡Hace falta valor!

¿Dónde está dicho que todos han de disfrutar del esfuerzo y el crédito de unos pocos? Está en el catecismo socialista. Pero no, ¡ay!, en los libros de economía ni en los tratados de diplomacia.

Con independencia de que fuera o no imprescindible salir en ayuda de los bancos de negocios americanos al principio de esta crisis, hemos tenido dos años para darnos cuenta de lo inútil de las medidas de gasto, "estímulo" y otras inversiones públicas. El único razonamiento usado por quienes aún los defienden es que fueron demasiado escasas. Cuando se piensa en los ochocientos mil millones del plan americano, en los innumerables planes E, en los avales a la banca en España y Europa, en el mismo fondo de rescate de setecientos cincuenta mil millones, o en las cantidades ya planificadas para las ayudas a Grecia –cien mil millones–, o Irlanda –ochenta y cinco mil millones–, no es difícil caer en la cuenta de que esta conclusión no es racional, y que tiene mucho de fanática adhesión a una ideología "manque pierda".

No obstante, esta idea –fruto de ese consenso socialdemócrata– sigue abriéndose paso por las rendijas del sistema. Así la monetización –transformación de la deuda en dinero y viceversa– emprendida por Bernanke nada más terminado el recuento de las elecciones americanas de medio mandato, o la decisión del Banco Central Europeo –en manera más modesta–, de seguir comprando bonos con dinero artificial, es buen ejemplo de esto.

Lo fundamental, según el consenso socialista, es pues continuar negando la realidad y postergando el día del juicio. Juicio, de momento, meramente laico y crediticio. Alemania, preocupada por los niveles de endeudamiento alcanzados, pretende llegar con la conciencia ligerita al momento de la verdad. Por su parte, los países pequeños o con un déficit recientemente disparado, cual las cigarras de la fábula, le piden ayuda a la hormiga germana sin resistir la tentación de insultarle a cambio.

Pero, lo que son las cosas, el juicio ya ha llegado a las economías del Norte, tampoco exentas de cifras preocupantes de deuda. Así, los sistemas de pensiones y, sobre todo, los seguros sanitarios de estas naciones llevan años sufriendo recortes y reformas que, haciéndolos vagamente viables, los dejan en niveles desconocidos para españoles. Tratan así, ya sea torpemente, de recuperar la responsabilidad individual y racionalizar el Estado del bienestar.

Sin embargo, el hecho de que se haya insistido tanto en la reducción del dispendio público ha hecho perder de vista lo único en lo que el consenso socialista acierta. A saber, que disminuir el déficit depende, sí, de la limitación del gasto –imprescindible, exigible y normativamente fijada en los textos europeos–, pero también de la capacidad de ahorrar, invertir y crecer –generar ingresos– de los países europeos. Para lograrlo, los Estados Unidos, de donde vienen en los últimos sesenta años todas las tendencias para bien y para mal, ya han mostrado el camino. Obama, apremiado por el éxito republicano alzado sobre las alas del Tea Party, se ha visto obligado a prorrogar los recortes impositivos de Bush. Hace bien poco, Arthur Laffer –que demostró en su día que se recaudaba más imponiendo menos– hacía una serie de recomendaciones válidas para las economías endeudadas de Occidente: la abolición del impuesto progresivo, con la aprobación del tipo único para renta individual y empresas –para que puedan promover proyectos que generen empleo y riqueza–, la supresión de las subvenciones a lo improductivo y del castigo a lo productivo, la insistencia en que la única preocupación del BCE sea la estabilidad de los precios, la limitación constitucional –como en Alemania– del déficit presupuestario y, la más compleja pero estimulante y merecedora de atención, vincular el sueldo de los políticos a sus éxitos, por ejemplo al porcentaje de crecimiento.

Hay una solución a la crisis que no es un plan –palabra maldita– definido por las elites dominantes, sino una devolución de los recursos a la sociedad. Es un remedio ideológico, y pasa por la derrota del consenso socialdemócrata. Viendo las elecciones y las encuestas en los países occidentales, parece que sólo habita ciertas burocracias y las aristocracias del siglo XXI. Visto lo visto, ahí también sobra.