Contradicción en los términos. El pensamiento conservador británico

por Álvaro Martín, 2 de marzo de 2005

Uno de los efectos colaterales de los tres años últimos es la exposición del de­sierto intelectual y moral en que se ha convertido el espectro (nunca mejor di­cho) conservador en el Reino Unido. Mark Steyn hablaba hace unos días en el Daily Telegraph de los Conservadores de Michael Moore. Es difícil estar en desacuerdo con esa caracterización. Las diferencias en la vehemencia de la opo­sición a la Administración americana existentes entre Simon Jenkins y la vetusta colegiala Claire Short son imperceptibles al ojo desnudo.
 
Michael Howard, el líder del Partido antiguamente Conservador, ha estado constantemente a la izquierda del Partido Laborista en cuestiones de seguridad internacional y, desde luego, en todo lo que atañe a la relación transatlántica. Howard no estuvo presente en la Convención del Partido Republicano en agosto y los portavoces conservadores se apresuraron a poner distancia con la Administración Bush, empeñados en consagrar su condición de aliados a tiempo parcial y sólo cuando hace buen tiempo. Mala suerte: hace buen tiempo, pero Howard no pisará Washington este año o el que viene para ningún con­tacto significativo con la Administración. Esta vez no por designio propio, sino por indiferencia de sus interlocutores. Y lo que es peor para sus intereses: su amable paseo por el ideario anti-americano no le ha reportado ningún rédito electoral. Esta primavera desaparecerá del panorama político británico después de enterrar el legado de Margaret Thatcher y su propio cadáver político con él. Desgraciadamente, Howard es la media ponderada de la colección de oportu­nismos diversos que se concitan en el Partido Conservador, al que no le sobran líderes y que, en retrospectiva, ha convertido en heroico el liderazgo pasado de Duncan Smith. Sin pensamiento conservador no hay Partido Conservador. Una máxima que tendríamos que aplicar no sólo en el Reino Unido.
 
El panorama de la prensa británica otrora conservadora es desolador también. The Economist se desliza de ambivalencia en ambivalencia: ahora endoso a John Kerry (“with a heavy heart”¿…?); mañana mandato a George W. Bush para que no aplique su programa de gobierno sino el del Co­mité Nacional Demócrata (“Now Unite Us!”); pasado le pongo penitencia por haber destruido la Alianza Atlántica sin ayuda alguna, etc. Por su parte, The Spectator, el semanario fundado por Disraeli, el más antiguo del Reino Unido, no perdió tiempo a la hora de contratar a Andrew Gilligan, famoso por haber distorsionado - en un sentido por supuesto “pacifista” - las observaciones del científico David Kelly, episodio en el origen del suicidio de éste. Gilligan, en­tonces en la BBC, de la que fue expulsado, también obtuvo la exclusiva de la no presencia de soldados americanos en el aeropuerto de Bagdad mientras otras cadenas ya mostraban las imágenes de la caída de la estatua de Saddam. Gilli­gan está perfecto en el Spectator actual, al lado de Simon Jenkins y Max Has­tings, en esta nueva etapa post-Conrad Black - un trío de estrellas: el excorres­ponsal, el exconservador y el eximperialista. Sólo Mark Steyn, Michael Gove y Charles Moore separan a The Spectator de ser una publicación del Grupo Z.
 
Con estos estandartes, no es extraño que la opinión pública se haya con­vertido en una de las más anti-americanas de Europa. Las manifestaciones más numerosas contra EE UU y su Administración (dejemos de llamarlas por el pretexto - Iraq -) se produjeron en Londres. Las encuestas de opinión sobre las pasiones políticas de los británicos volverían verde de envidia a Llamazares. El líder de la anglosfera que siempre ha estado más en riesgo de perder su cabeza política - y no lo ha hecho porque sólo podría perder contra la derecha teórica - es Tony Blair.
 
Con todo, este ocaso inexorable del conservadurismo post-Thatcher to­davía tiene una Janet Daley por cada John Pilger. Un Gerard Brennan por cada Robert Fisk. Un editorial del Daily Telegraph por cada exabrupto fanático de The Guardian. En ellos reside todavía el añejo tronco de la democracia inglesa.
 
¿Volverá a retoñar?