Cenando con el enemigo. ¿Qué servirle a un islamista iraní que tiene hambre de poder?

por Clifford D. May, 29 de septiembre de 2008

(Publicado en Scripps Howard News Service, 25 de septiembre de 2008)

Entre las lecciones por aprender debido a la debacle en Wall Street: el cambio no siempre es para mejor. Y hasta instituciones que parecen grandes, fuertes y duraderas pueden derrumbarse en un instante.
 
Lecciones como éstas son especialmente relevantes esta semana cuando el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad hace otra visita al cuartel general de la ONU en Manhattan. La mayoría de americanos sabe que es alguien despreciable y que representa al principal patrocinador de terrorismo en el mundo. La mayoría es consciente que su régimen ha favorecido la matanza de tropas americanas en Irak, que viola los derechos humanos más básicos en su país y que está desarrollando armas nucleares para proyectar poder al extranjero. Pero la ortodoxia sostiene que aunque Irán puede representar una amenaza existencial para Israel, Estados Unidos no está en inminente peligro. 
 
¿Qué tan seguros podemos estar de esto? ¿No es posible que Irán, si adquiriese armas nucleares, siguiera el precedente establecido por al-Qaeda y atacase primero al “Gran Satán” dejando al “Pequeño Satán” para más adelante?
 
Las amenazas genocidas de Ahmadineyad contra Israel han sido bien publicitadas. Pero, de vez en cuando, a él también le gusta recordar a sus seguidores que “un mundo sin Estados Unidos… es algo alcanzable”.
 
Hassan Abbassi, otro alto funcionario iraní, ha perfilado la forma de poder alcanzar esa meta. “Tenemos una estrategia elaborada para la destrucción de la civilización anglosajona y para el desarraigo de americanos e ingleses” ha dicho él.  “El frente global infiel es un frente contra Alá y los musulmanes y debemos hacer uso de todo lo que tenemos a nuestro alcance para golpear a este frente, usando nuestras operaciones suicidas y nuestros misiles”.
 
Hasta hace unos días, las fuerzas militares de Irán han estado probando esos misiles, lanzándolos desde barcos en el mar Caspio. ¿Podrían estar desarrollando la capacidad necesaria para tener a una ciudad americana como blanco? ¿O podrían estar preparando un ataque con bombas de pulso electromágnetico (EMP) contra tantas ciudades y pueblos como sea posible? Un ataque así requeriría el lanzamiento de un misil con una ojiva nuclear usando una nave en las costas de Estados Unidos. La detonación a gran altitud sobre el centro del país produciría una onda expansiva devastadora - una que destruiría infraestructura de comunicación y transporte de Estados Unidos, de todo lo electrónico y/o computarizado.
 
William Graham, que dirige a una comisión designada por el Congreso sobre la amenaza EMP, escribió recientemente que un enemigo que utilice esta estrategia, eliminaría “la mayor parte de los peligros operacionales de introducir un arma nuclear en un puerto o ciudad de Estados Unidos. Además, presenta menos oportunidad de que se detecte, menos riesgo de incautación de armas, menos riesgo de deserción de los participantes, mayor dificultad para Estados Unidos a la hora de conducir un análisis forense y determinar quién patrocinó el ataque, menos certeza de prontas represalias y mayores consecuencias a largo plazo, potencialmente catastróficas para la nación”.
 
A pesar de todo esto, un grupo de líderes religiosos americanos de izquierdas ha invitado a cenar esta semana a Ahmadineyad. El Comité Central Menonita, el Consejo Mundial de Iglesias y El Comité de Servicio de Amigos Americanos, un grupo cuáquero, anunciaron el evento como “diálogo”.
 
La historia proporciona un paralelo: En los años 30, mucha gente en Estados Unidos y Europa no creían que Adolfo Hitler fuera “el belicoso”, sino Winston Churchill. Alemania, creían ellos, tenía “quejas legítimas”, por ejemplo, la opresión de la minoría de habla alemana en Checoslovaquia. Esos asuntos, insistían, podrían solucionarse con diálogo y apaciguamiento - el término aun no se había visto viciado. 
 
Sobre esta base, el primer ministro británico Neville Chamberlain fue a Múnich a negociar. Al final, traicionó a Checoslovaquia, pero se convenció a sí mismo de que había evitado que Europa entrara en guerra. Pronto se hizo evidente lo equivocado que estaba. Hitler había encontrado esa debilidad provocativa- como siempre hacen los tiranos. “Nuestros enemigos son pequeños gusanos” diría Hitler más adelante. “Los vi en Múnich”. 
 
Incluso ya en noviembre de 1941, con gran parte de Europa bajo la bota nazi, Charles Clayton Morrison, redactor de la revista Christian Century (Siglo Cristiano), seguía preocupado más por “una futura hegemonía anglo-americana mundial” que de un triunfo nazi. Morrison decía que la lucha de Gran Bretaña contra Hitler se debería considerar como “una guerra por el imperialismo” y debería rechazarse. Después de todo, agregaba él, el pueblo americano no estaba “con ganas de cruzadas”. Esos argumentos finalmente se verían refutados un mes después - a continuación del ataque contra Pearl Harbor.
 
Hubo una época en la que uno no podía concebir el mundo sin la Unión Soviética, Yugoslavia, el Imperio Otomano, Constantinopla. Hubo una época en la que las Torres Gemelas parecían indestructibles. Hubo una época en la que los bancos de inversión de Wall Street parecían tan sólidos como montañas.
 
Pero vivimos en un mundo incierto y peligroso - sobre todo cuando los líderes carecen de valor para hacerle frente a los déspotas y en vez se sientan dócilmente a compartir el pan con ellos.  


 

 
 
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias. También preside el Subcomité del Committee on the Present Danger.
 
 
 
©2008 Scripps Howard News Service
©2008 Traducido por Miryam Lindberg