Bombay y el terrorismo

por Joseph Stove, 4 de diciembre de 2008

En la denominada Batalla del Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial, los alemanes intentaron estrangular las líneas de comunicación marítimas entre los Estados Unidos y el Reino Unido. Se propusieron, en primer lugar, provocar la claudicación de los británicos por agotamiento y, posteriormente, impedir la acumulación de tropas y recursos americanos en las Islas Británicas para la invasión de Europa. Para ello, el Tercer Reich empleó una considerable flota de submarinos que infligieron enormes pérdidas al tráfico marítimo. Para ello los aliados implantaron unos planes de operaciones con el objetivo estratégico de asegurar el Atlántico Norte.
 
A los aliados no se les ocurrió combatir el torpedo, el arma de los submarinos. Por el contrario, habilitaron técnicas que mejoraron la protección de los buques mediante convoyes, desarrollaron equipos de detección, bombardearon las bases de submarinos y, finalmente, atacaron desde el aire los astilleros donde se construían.
 
Actualmente, no existe una definición oficial de terrorismo, pero se habla de él como si fuese algo concreto y con sustancia propia que, extiende la percepción que mediante su supresión se acaba con el problema. ¿Qué problema? También este fenómeno se ha tipificado en los códigos penales, empleando una técnica que consiste en ir escalando desde el efecto primario a su causa más inmediata, que también será tipificada. Después se buscarán condiciones laterales posibilitantes del efecto, que también se tipificarán y así sucesivamente.
 
Cuando hace unos días, en la Guerra de Afganistán, murieron dos soldados españoles victimas de un ataque suicida mediante una furgoneta cargada de explosivos, se difundió la noticia de que se había producido un ataque terrorista. Es lo mismo que si se estudiase en la historia que, en la Campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, los japoneses hubiesen utilizado el terrorismo al atacar con kamikaces a la Flota estadounidense de invasión de Okinawa. El ataque de una unidad de asalto jihadista en Bombay, con objeto de degradar los intereses económicos hindúes en suelo propio, atraer la atención internacional, mostrar la vulnerabilidad de la India, alterar el statu quo regional, etc., se despacha como el atentado terrorista de Bombay, la opinión pública lo admite como tal y hasta la próxima.
 
El terrorismo es un medio que utiliza un adversario para derrotar a otro. Si se pierde de vista este punto, se ha dado el primer paso para perder la guerra. En España tenemos el penoso privilegio de disfrutar de dos adversarios. Durante muchos años, la sociedad española ha sufrido el terrorismo de ETA y se la ha acostumbrado a repudiar a los autores, a decir que son enemigos de la libertad, a creer que se les puede convencer de que abandonen sus acciones y se integren en el bando de los “demócratas”. La realidad es que una parte importante del nacionalismo vasco ha elegido hacer política mediante la violencia, en forma de acciones terroristas, para obtener la independencia de Euskal Herria y, para ello, utiliza una estrategia revolucionaria de largo recorrido, aguanta los altibajos de las acciones soportando las pérdidas, se benéfica de la alternancia democrática que provoca alocados cambios de estrategia gubernamentales y da tiempo a que el nacionalismo, en su conjunto, se vaya afianzando institucionalmente, con la complicidad de otras fuerzas políticas regionalistas ávidas de poder. En este caso los españoles intentan combatir al torpedo corriendo detrás de él y se han olvidado del submarino.
 
Lo de Bombay es más de lo mismo. Los medios de comunicación internacionales habían hecho creer que con Obama el problema se había acabado. Por el contrario, el ataque de Bombay demuestra la amplia concepción estratégica y la capacidad de organización y logística de las redes jihadistas. Pakistán es sólo un nombre, el mapa hay que estudiarlo en términos étnicos y de intereses. La zona de Cachemira, Pakistán y Afganistán constituye una entidad estratégica, en ella existen grupos dispuestos a ir a la guerra y de extenderla, por cualquier medio, a donde lo crean conveniente. Por dispuestos debemos entender que, la necesidad y el deber de combatir lo acogen sin reservas, que son capaces de una infinita capacidad para aguantar el sufrimiento y de infligirlo a sus enemigos. El subcontinente Indio puede convertirse en el inicio del Armagedón, con su carga de superpoblación en forma de burbuja juvenil, sus rivalidades ancestrales, su miseria y su arsenal nuclear.
 
Podemos imaginarnos otro 11M en una gran ciudad española, pero que en vez de bombas actúen unos 50 jihadistas armados con fusiles de asalto y granadas. Pueden imaginarse el desconcierto y la carnicería. Supongo que la primera reacción serían los comunicados de condena, después gran confusión, se emitiría la orden de no disparar sobre el jihadista prisionero que se escapase, la policía tendría que pedir permiso para utilizar más contundencia con sus defensas y los mossos se pondrían en estado de máxima alerta. La Guardia Civil y la Policía Nacional se “comerían el marrón” a costa de su sangre. A los funerales, con crucifijos y celebraciones religiosas, asistirían los políticos laicos, porque hay que estar. Se convocarían varios minutos de silencio y manifestaciones a favor de la Constitución y en contra del terrorismo, a las que se unirían empresarios y sindicatos. Algún presidente autonómico de viaje oficial en Tonga enviaría mensajes de apoyo, así como el embajador de la Generalitat Catalana en Laponia. Los artistas repartirían textos en contra de la intolerancia y culparían de todo a la Guerra de Irak.
 
Dejemos la versión carpetovetónica, porque el hecho es de extrema gravedad. Bush se equivocó en la denominación Guerra Global contra el Terrorismo. No debe ser contra el terrorismo la guerra, tiene que ser contra aquellos estados, entidades o grupos que lo emplean como arma de guerra. Si una sociedad es tan lerda de no darse cuenta de lo que está ocurriendo a su alrededor, si una cultura no es consciente del ataque a que está sometida está condenada a correr detrás del torpedo, como lleva haciendo la sociedad española desde hace más de cuarenta años.