Ben Laden. Muerto el perro, no la rabia

por Manuel Coma, 2 de mayo de 2011

 

La epidemia hidrofóbica está ya de sobra extendida como para que la muerte del más egregio de los propagadores pueda tener un impacto significativo. Causará consternación momentánea entre sus devotos, que rápidamente compensarán elevándolo a los altares de la yihad. De hecho ya llevaba años en la beatífica esfera del mito y el símbolo, cuya importancia no hay que negar, pero su recinto amurallado era el equivalente al piojoso agujero en el que Saddam estaba metido cuando lo cazaron.
 
Mucho muro, pero ni teléfono ni internet y ni pensar en comunicaciones por satélite. Tampoco podía haber muchas idas y venidas, que levantarían demasiadas sospechas y comprometerían la seguridad, por mucha protección que al menos una parte del impresionante ISI, el servicio de inteligencia militar pakistaní, comido de islamismo, le prodigara. Es más, propios y extraños podían abrigar una bastante razonable sospecha de que ya hacía tiempo que se había ido a disfrutar de su cuota de huríes, porque en años no ha dado una sola prueba rotunda e irrefutable de que estaba entre los vivos. Sólo audios que con una buena imitación de voz y una hábil manipulación electrónica hay expertos que piensan que puede dar el pego. En al Qaida todo lo hacía desde hace tiempo el número dos, el egipcio Ayman al Zawahiri.
 
En eso nada va a cambiar. Si Ben Laden ejercía algún tipo de lejana autoridad moral que pudiese desempeñar algún papel en influir sobre su lugarteniente en funciones capitanas o en dirimir algún posible conflicto en la directiva, no lo sabemos, pero sería menos que secundario. Lo verdaderamente importante reside en las repercusiones de la cada vez más desabrida primavera árabe en el islamismo salafista yijadista de todo pelaje.