Acerca de la Doctrina Obama

por Javier Gil Guerrero, 10 de abril de 2016

La reciente entrevista a Obama realizada por Jeffrey Goldberg y publicada en The Atlantic debería ser una lectura obligada para aquellos que quieran conocer el carácter y la visión de la política exterior del presidente norteamericano. Gracias a las reveladoras respuestas de Obama, aun sin saberlo todo todavía, podemos vislumbrar los entresijos de su política exterior así como los prejuicios y ambiciones que afectan su mundo de entender el mundo y el papel de Estados Unidos en él. 
 
Por desgracia, el tono de sus respuestas a las preguntas planteadas confirma lo que muchos analistas venían sospechando desde hacía tiempo: Si es que hay una doctrina Obama como tal, ésta está marcada por la arrogancia, la pasividad y la desconfianza. Desde que puso un pie en la Casa Blanca, numerosos académicos, periodistas y politólogos han tratado de desentrañar las bases de lo que podría constituir una “doctrina” Obama a la hora de plantear la relación de Estados Unidos con el mundo. Estos intentos, que no han logrado un consenso todavía, responden a la necesidad de buscar un hilo común a las erráticas y confusas políticas adoptadas por Obama. Algo así como buscar un denominador común que explique el miasma  de discursos y decisiones de Obama que tanta insatisfacción han provocado tanto en Estados Unidos como entre sus históricos aliados.
 
A todo presidente que aspire a dejar una huella en la turbulenta escena internacional se le presupone una doctrina que guía sus acciones. Así, la “doctrina Truman” buscaba contener la expansión del comunismo en el mundo fortaleciendo los lazos económicos y militares con los países en riesgo de desestabilización comunista. La “doctrina Carter” supuso la consagración del Golfo Pérsico como un área estratégica para los intereses de Estados Unidos similar en importancia a Europa o Asia Oriental. La “doctrina Reagan” conllevó una reanudación de la competitividad con la Unión Soviética tanto en el tercer mundo como en la carrera armamentística que acabó por acelerar el colapso del régimen soviético. La “doctrina Bush” (en realidad, de los primero cuatro años de Bush hijo) consistió en la idea de negar cualquier refugio a las organizaciones terroristas islamistas y en la necesidad de reordenar la situación en Oriente Medio. El sentido de una posible “doctrina Obama” ha eludido sin embargo los estudios de numerosos expertos desde hace años. Esto es el resultado en parte de varias peculiaridades de Obama: al contrario que sus antecesores, nunca ha señalado de manera clara su convicción en el papel primordial que Estados Unidos debe desempeñar en el mundo, tampoco ha realizado afirmaciones categóricas que dejen claro cuáles son sus principios e intenciones ni la agenda que desea avanzar. Del mismo modo, se ha mostrado reacio a manifestar bajo qué condiciones y para proteger qué intereses o qué aliados estaría dispuesto a intervenir militarmente en el extranjero.
Todo esto ha llevado a una gran confusión a la hora de dilucidar qué posición ocupa Estados Unidos con Obama en el mundo y hacia qué dirección se encamina. O dicho de otra forma, con Obama en la Casa Blanca ningún aliado norteamericano puede presuponer nada acerca de sus intenciones ni dar por sentado un respaldo firme y coherente.
 
Lo primero que llama la atención de la entrevista es la libertad con la que Obama habla de sus asesores, miembros de su gobierno e incluso líderes extranjeros de países aliados. Con todos se muestra abiertamente condescendiente (por no hablar del tono de sus críticas a la política exterior de sus predecesores en el cargo). Presume de cómo  no ha permitido a Netanyahu darle lecciones de ningún tipo y de cómo ha decidido ignorar las recomendaciones del “establishment” de Washington en lo referente a política exterior y de seguridad. Todos ellos, al parecer, demasiado obtusos como para comprender sus decisiones. Resulta llamativo que con la excepción de Angela Merkel (con la que quizá se abstiene en ésta ocasión ya que ya la ha criticado en numerosas ocasiones de forma indirecta por negarse a ceder al chantaje de Grecia), Obama se muestra irónico y crítico con casi la totalidad de líderes extranjeros que aparecen en la conversación, dando lecciones a todo el mundo continuamente. Quizás sienta que no deba guardar las formas teniendo en cuenta que es un presidente saliente, pero todavía le queda casi un año al frente de Estados Unidos. En un artículo, el historiador Niall Ferguson ha llegado a preguntarse si los ocho años de Obama no habrán consistido en un intento de poner todo patas arriba y transformar a los aliados de Estados Unidos en enemigos y a los enemigos en aliados. Sorprende que Obama cuestione la alianza con Israel, Jordania, Arabia Saudí y Pakistán y que culpe a Reino Unido y Francia de empujar a Estados unidos a intervenir en la región. En el caso de Israel, resulta especialmente revelador que Obama admita sin problemas que en privado haya cuestionado abiertamente la necesidad de apoyar militarmente a Israel.
 
Todo esto, aparte de revelar la arrogancia de Obama muestra también su desconfianza. Una desconfianza que se extiende a todos los aliados históricos de Estados Unidos y que llega hasta los miembros de su propio gabinete. Parece que más allá de sí mismo (y de Brent Scowcroft) no hay nadie en quien confíe en su juicio e intenciones. Cuando habla del Departamento de Estado y el Pentágono los presenta como unas instituciones anquilosadas acostumbradas a elaborar respuestas militares a cualquier problema que surja en el extranjero. Su inactividad frente a las crisis en el extranjero responde por tanto a una calculada estrategia que desafía los convencionalismos del “establishment” de Washington. Se trata de una doctrina de la indolencia, en la que el objetivo de Estados Unidos deber ser permanecer al margen lo máximo posible de cualquier conflicto que no sea una amenaza directa a sus intereses y seguridad. No hacer nada se convierte en un objetivo en sí mismo. Obama parece mirar a Estados Unidos como una fiera salvaje que necesita ser domesticada y enjaulada para evitar que ande por el mundo atacando o intimidando.
 
Aparte de desconfiar de los instintos de Estados Unidos en política exterior (dando a entender que un mundo multipolar es bienvenido ya que es necesario contrarreste la perniciosa inquietud norteamericana que le lleva a intervenir en el extranjero), Obama argumenta la retirada parcial de Estados Unidos del escenario internacional (retirada que ha sido aprovechada por países como China, Rusia e Irán para reclamar más protagonismo en el escenario), con dos argumentos. Ambos hacen referencia a la carga de ser una superpotencia pero mientras que uno es bastante acertado el otro es completamente engañoso.
 
Obama está en lo cierto al afirmar que Europa, Japón y otros aliados tienen que poner más de su parte. No puede ser que mantengan una inversión mínima en defensa bajo la presunción de que las fuerzas armadas de Estados Unidos deben hacerse cargo de todo (incluso garantizar la defensa de sus propios países). Se trata éste de un equilibrio injusto. Del mismo modo, como señala Obama en la entrevista, si Reino Unido quiere mantener su peso en el mundo y seguir siendo el “aliado especial” de Estados Unidos, no puede continuar en la senda de reducir su presupuesto de defensa. Su peso va íntimamente ligado al de la capacidad de sus fuerzas armadas, y si dicha capacidad se ve comprometida no podrá colaborar con Washington en el extranjero, lo que tornará dicha “amistad especial” en algo irrelevante e inútil.
 
Pero en su segundo argumento Obama hace uso de las excusas de esos mismos países europeos a los que urge aumentar su presupuesto de defensa para justificar las reducciones del presupuesto de defensa norteamericano. Según esta lógica (que él combate en Europa pero usa en casa), la estructura militar de Estados unidos es una carga pesada para las finanzas del país y Estados Unidos haría bien en desviar los recursos destinados a las fuerzas armadas para otros fines más provechosos como educación, sanidad o pensiones. De una manera insistente, Obama ha vendido los recortes en defensa como una necesidad de parar un gasto superfluo y luchar contra el déficit. Sin embargo Obama sólo parece preocuparle el déficit cuando se trata del presupuesto de defensa, ya que en el resto de partidas ha incrementado el presupuesto de una manera considerable. De ahí que pese a los sucesivos recortes en defensa el déficit de las cuentas públicas ha crecido de manera alarmante (algo similar al resto de naciones occidentales).
 
La cuestión maniquea de invertir en mantequilla o cañones planteada por Obama se trata de una dicotomía falsa: Estados Unidos es un país lo suficientemente próspero para sostener los niveles actuales de gasto en defensa (y por otra parte, dichos niveles están lejos de suponer una carga considerable para la nación). Pero la reducción en la capacidad de Estados Unidos de proyectar su fuerza en el exterior parece ser otro objetivo en sí mismo para Obama. Sólo si se le cortan las alas dejará el ave rapaz de rapiñar por el mundo. Y lo cierto es que los peores efectos de la doctrina Obama no se sentirán hasta dentro de unos años. Con sus recortes, Obama limitará sustancialmente la capacidad del próximo presidente a la hora de intervenir en el extranjero. Si éxito en la guerra del Golfo, como Bush padre repitió en varias ocasiones, fue gracias al rearme llevado a cabo en la década anterior por Reagan, las dificultades del ejército norteamericano en Irak y Afganistán fueron en parte el resultado del desarme llevado a cabo por Clinton en la década previa. Con Obama el número de navíos ha vuelto a reducirse, importantes programas de armamento han sido cancelados o reducidos y el número de soldados ha sido recortado sustancialmente. Esto no es algo que pueda revertirse rápidamente, sino que llevará años.
Obama deja por tanto un legado envenenado a su sucesor: multiplicación de conflictos en Oriente Medio; aumento de las tensiones en el Pacífico y el este de Europa; una reducción de las capacidades militares de Estados Unidos y unas relaciones dañadas con los aliados.