A los diez años de aquel 11 de septiembre
Aquella luminosa mañana de finales de verano en Manhattan un avión se estrelló en la torre norte del World Trade Center. El presidente George W. Bush visitaba un colegio en Florida y acababa de ser avisado cuando entró en una de sus aulas. Pensó, como muchos, que podía tratarse del accidente de una avioneta. Minutos después, mientras escuchaba leer a los niños, Andrew Card, su jefe de gabinete, le susurró al oído que un segundo avión había atravesado la segunda torre. Sólo podía ser un acto terrorista.
Su autor, el saudí Bin Laden, fue perseguido y finalmente ajusticiado por los Estados Unidos, pero durante la primera década del siglo XXI comenzó un conflicto entre las sociedades libres y el terrorismo islamista, que está lejos de haber concluido.
Una vez caído el Muro de Berlín y derrotado el peligro comunista, al menos para Europa, el politólogo Francis Fukuyama predijo el fin de la historia y el advenimiento de la democracia liberal como la forma política vencedora del enfrentamiento del siglo XX entre las democracias liberales y el totalitarismo en sus diversas formas. Al mismo tiempo el orientalista británico afincado en Princeton, Bernard Lewis, escribía en un artículo de 1990 titulado “Las raíces de la rabia musulmana” que ahora nos enfrentábamos a una peculiar vertiente del Islam:
“a un estado de ánimo y a un movimiento que trascienden con mucho el nivel de los asuntos y políticas y de los gobiernos que los adoptan. Esto es, no menos, que un choque de civilizaciones – la quizá irracional, pero seguramente histórica, reacción de un antiguo rival contra nuestra herencia Judeo-Cristiana, nuestro presente secular y la expansión mundial de ambos.”
Esta fue la frase que inspiró, tres años más tarde, a Samuel Huntington para dar a luz su famoso artículo “El choque de las civilizaciones” posteriormente desarrollado en libro.
Lewis, en “La crisis del Islam”, analizaba la conocida carta a un diario islámico publicada en Inglaterra en que Bin Laden anunciaba su ataque a Occidente. Llama a este texto, en que Bin Laden evoca los agravios al Islam, “una magnífica pieza de prosa árabe, elocuente y, en ocasiones, poética”.
“Desde que Dios extendió la península arábiga, creó su desierto, y lo rodeó con sus mares, no ha sufrido ninguna calamidad comparable a estos invitados cruzados que se han extendido como langostas, ocupando su suelo, comiéndose sus frutos; y destruyendo su naturaleza, y esto cuando las naciones disputan contra los musulmanes como comensales peleando por un plato de comida”. (…)
Las tropas americanas se encontraban en Arabia Saudí, que contiene la tierra santa del Hiyaz, y se disponían a subyugar Irak, cuya relevancia como segundo lugar en importancia del Islam como sede del antiguo Califato, iba a olvidarse precisamente cuando se convirtió en el campo de batalla principal.
Estos hechos significaban una
“clara declaración de guerra por parte de los americanos contra Dios, su Profeta y los Musulmanes. En tal situación es la unánime opinión de la ulema a través de los siglos que cuando los enemigos atacan las tierras musulmanas, la Yihad se convierte en el deber personal de cada musulmán”.
De ello se deducía la criminal fatwa:
“En nombre de Dios, llamamos a todo musulmán que cree en Dios y espera su recompensa que obedezca el mandato de Dios de matar americanos y los despoje de sus posesiones en cualquier lugar que se encuentre y en cualquier momento. Del mismo modo llamamos a la ulema musulmana, a los líderes y a la juventud, y a los soldados a que lancen ataques contra los ejércitos de los diablos americanos y contra aquellos que están aliados con ellos, de entre los ayudantes de Satán”.
Pero el daño más grave era la pérdida del compás histórico del Islam ante Occidente, debido al abandono de las bases religiosas e históricas de la religión, a cuya versión más radical había que regresar.
El punto de partida del razonamiento de Lewis era el resentimiento de parte del Islam contra la Casa de la Incredulidad – todo aquello que está fuera de las tierras musulmanas – por haberse alzado por encima del mundo islámico en las últimas tres centurias. Mahoma no fue sólo el fundador de una religión sino el jefe de una comunidad política y un guerrero que llevó a sus adeptos a la victoria. Mientras Moisés había muerto sin ver la tierra prometida y Jesús en la Cruz, el Profeta del Islam no había fracasado en su vida terrena sino que había hecho manifiestos sus logros a seguidores y detractores. Desde entonces, la Casa del Islam se había enfrentado a la Casa de la Guerra o de la Incredulidad a la que había tratado de atraer hacia sí. Durante catorce siglos, desde el mismo siglo VII, la Casa del Islam había estado definida por este combate. Durante aproximadamente un milenio había continuado su avance.
Incluso la derrota de la Reconquista, en el siglo XV, en que perdía un territorio que consideraba suyo, era compensada con el dominio de Turquía y parte de Europa Oriental, a la que amenazó hasta el segundo sitio de Viena en 1683, verdadero fin del auge islámico.
Fue a partir de la II Guerra Mundial cuando esta decadencia adquirió tintes dramáticos para los radicales:
“Al principio la respuesta musulmana a la civilización occidental era de admiración y emulación – un inmenso respeto por los logros de Occidente, y un deseo de imitarlos y adoptarlos. Este deseo procedía de una aguda y creciente convicción de la debilidad, pobreza y retraso del mundo islámico en comparación con el avance de Occidente. (…) En nuestro tiempo esta actitud de admiración y emulación ha sido sustituida, entre muchos musulmanes, por otra de hostilidad y rechazo. En parte esta actitud es seguramente debida a un sentimiento de humillación – la constatación creciente entre los herederos de una vieja, orgullosa y largamente dominante civilización de haber sido conquistados, sobrepasados y superados por aquellos que consideraban sus inferiores.”
Esto era además debido en parte a que la influencia occidental sobre el mundo musulmán en el siglo XX estuvo marcada por fuerzas anti-occidentales. Del nazismo, que tuvo una fuerte presencia como consecuencia de la sustitución de Francia por el régimen de Vichy en determinadas zonas claves como Siria, heredó nacionalismo y anti-occidentalismo. De los soviéticos, que reemplazaron la influencia anterior en la mayor parte de los países árabes heredó el anti-imperialismo de Occidente y el materialismo soviético, que suponía una interpretación determinista de la historia. Y de ambos, el poder centralizador del estado.
Lo que acababa de concretar los términos del rechazo islamista en nuestros días era el wahabismo y la revolución iraní. El primero pasó de ser una tendencia teológica marginada del siglo XVII a ocupar, tras convertir a la Casa de Saúd en Arabia Saudí, el centro del Islam. Esta, tras descubrir petróleo en los años 20 del pasado siglo “más allá de los sueños de la avaricia” aunaba el poder político y económico con el que influir sobre toda la umma o comunidad islámica.
Por otra parte, en 1979 Khomeini arrebataba Irán de las manos del Shah y de la garra de Occidente. Esta revolución, característicamente chií y no árabe, sino persa, se convirtió en un aliciente para todo el mundo islámico. Era la recuperación del poder basada en las supuestas esencias de la creencia religiosa despojada de las adherencias de los siglos de dominación occidental.
Ese año los soviéticos, a los efectos de los musulmanes tan miembros de la Casa de la Incredulidad como cualquier otro pueblo de su Occidente, invadían Afganistán. Su derrota, diez años después, fue interpretada por la variante más radical del Islam como la victoria de la Yihad. En los términos específicos de Bin Laden:
“En esta fase final de esta continua lucha (entre la Casa del Islam y la de la Incredulidad), el mundo de los infieles estaba dividido entre dos super-poderes: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ahora hemos derrotado y destruido al más difícil y peligroso de los dos. Tratar con los mimados y afeminados americanos será fácil”.
Hacia el 11 de septiembre
Lo que Bin Laden decía muchos lo pensaban, porque se fundaba en la política seguida por los Estados Unidos durante al menos tres décadas. En ellas numerosísimos atentados, secuestros, y otros ataques e incidentes en los que se encontraban involucrados ciudadanos americanos encontraron escasa o nula respuesta por parte de las autoridades. Sin duda el lugar en el que empezó todo aquello fue Oriente Medio y la mayoría de las ocasiones favorecidas por la organización conocida como OLP, seguidas de la guerra civil del Líbano en donde las huestes americanas sufrieron especialmente. Contra estos hechos ocurridos en la primera mitad de los 70, bajo los gobiernos de Nixon y Ford, no hubo represalias.
Tampoco hubo respuesta al ominoso secuestro del año 79, con Carter en la Casa Blanca, por parte de un grupo de estudiantes respaldados por Khomeini, de la legación americana en Teherán. Tras un compás de espera, cuando el presidente se decidió a actuar para liberar a los rehenes lo ejecutó de manera tan dramática como desastrosa y hubo que esperar a la llegada de Reagan para ver salir a los americanos de su cautiverio.
Reagan tampoco tuvo una actuación decisiva contra las acciones terroristas. En 1983, cuando sesenta y tres empleados de la Embajada americana en Beirut eran volados por los aires por la entonces naciente Hezbolá, apoyada por Irán, no hizo nada. Ni siquiera cuando meses más tarde en ese mismo año la misma banda terrorista alimentada por los persas y los sirios asesinaba con una bomba a 241 marines americanos y a soldados franceses en el aeropuerto de Beirut. Reagan sacó a los marines del Líbano. Entretanto, la embajada en Kuwait también era atacada y el jefe de la CIA en el Líbano asesinado por la ya familiar Hezbolá.
Reagan, que había prometido no negociar con terroristas, fue forzado por varios secuestros a tratar con ellos y a prometer armas a cambio de la devolución de rehenes. Como resultado, miles de misiles llegaron a manos de terroristas, aunque sólo tres cautivos fueran devueltos, en lo que fue conocido como el Irán-Contra, en referencia a los rebeldes nicaragüenses a través de los cuales se había hecho el negocio. Otra bomba explosionó en 1984 en un anejo de la embajada americana en Beirut. Entonces, las inevitables operaciones de represalia, una de las cuales terminaría con la muerte de ochenta personas, sin acabar con el líder religioso de Hezbolá, se abandonaron en vista del resultado.
Hezbolá se dedicó entonces a secuestrar aviones y sus pasajes. Como consecuencia de una de estas acciones, un oficial de la marina americana fue asesinado a bordo del avión y lanzado sobre la pista. La recompensa fue la liberación de terroristas en manos israelíes, a cambio de otros pasajeros.
En 1985, la OLP secuestró el barco italiano Achille Lauro y un terrorista palestino lanzó a uno de sus pasajeros por la borda, no sin antes dispararle a la cabeza y al pecho. Era Leon Klinghoffer, un judío americano impedido que iba en silla de ruedas. Aunque el asesino fue eventualmente encarcelado en Italia, Libia, que había intervenido en la operación no sufrió castigo alguno. Sería, sin embargo, la última vez.
Cuando cinco americanos resultaron muertos por las bombas detonadas en los aeropuertos de Roma y Viena en 1985, y otra explosionaba en una discoteca de Berlín Occidental frecuentada por soldados americanos, Reagan había tenido bastante. Ordenó un ataque en que una de las residencias de Gadafi fue dañada. Aunque el terrorista palestino Abu Nidal mataría a tres ciudadanos americanos en respuesta, Gadafi se quedó tranquilo durante un tiempo. No obstante, tres años después, una bomba en el vuelo de Pan Am sobre Lockerbie, depositada por Libia, mataría a los 270 pasajeros a bordo. Uno de los agentes libios involucrados y condenados por ello fue liberado en 2009 por razones de salud de una cárcel británica y se encontraba aparentemente en Trípoli tras su toma por parte de los rebeldes libios.
Durante el mandato de Bush padre se sucedieron otros ataques, ninguno tan sangriento como los precedentes. Tampoco merecieron respuesta militar. El 26 de febrero de 1993, siendo Clinton presidente, el jeque ciego Omar Abdel-Rahman hacía volar el aparcamiento subterráneo de las Torres Gemelas matando a seis personas e hiriendo a mil. A pesar de que la CIA pensaba que una nueva organización terrorista con base entonces en Sudán, que respondía al nombre de AlQaeda, era responsable, Clinton favoreció la estrategia policial y judicial. Un par de meses más tarde el presidente Bush padre sufría un intento de asesinato por parte de agentes iraquíes.
Siguieron los atentados. En 1995 murieron americanos en Pakistán y en Arabia Saudí. En 1996 un camión bomba mataba a diecinueve marinos americanos en en las Torres Khobar de Arabia Saudí. Clinton siguió prefiriendo la vía policial y judicial. En 1998 dos atentados simultáneos contra las embajadas americanas en Dar es Salaam (Tanzania) y Nairobi (Kenia), firmados por AlQaeda, mataron a doscientas personas, entres ellas doce americanos. Entonces por fin Clinton respondió militarmente. En las cáusticas palabras de la comentarista americana Ann Coulter “dañando gravemente un camello y una fábrica de aspirinas”, en referencia a la supuesta planta química que ordenó bombardear en Sudán, donde se encontraba Bin Laden, quien escapó sin resultar herido. El 12 de octubre de 2000 él mismo ordenaría un ataque con terroristas suicidas contra el buque Cole, de la marina americana, que se encontraba repostando en Yemen, matando a diecisiete soldados.
Para Norman Podhoretz, de quien procede este relato:
“La insólita audacia de lo que Bin Laden hizo el 11 de septiembre fue, incuestionablemente, el producto de su desprecio hacia el poder americano”.
Fue entonces, el 20 de noviembre de 2001, cuando Eliot Cohen, sugeriría para el conflicto apenas iniciado:
“Un nombre que suena menos bien (que sencillamente Guerra de Bin Laden), pero más preciso es IV Guerra Mundial. La Guerra Fría fue la III Guerra Mundial, lo que nos recuerda que no todos los conflictos globales implican el movimiento de ejércitos compuestos por millones de soldados, o frentes convencionales sobre un mapa. La analogía con la Guerra Fría evoca, sin embargo, la semejanza con algunas características clave de aquél conflicto: que es, de hecho, global; que implicará una mezcla de esfuerzos violentos y no violentos; que requerirá la movilización de talento, conocimiento y recursos, y acaso vastos números de soldados; que puede durar largo tiempo; y que tiene raíces ideológicas.”
Pero antes, apenas unos días después de que Andrew Card dijera aquellas palabras al oído de George W. Bush, este elaboró una novedosa doctrina para enfrentarse a los hechos. Constaba de cuatro pilares.
El primero, del que se derivaban los demás, era el rechazo de las políticas denominadas realistas, y significaba el repudio del relativismo, el llamamiento a la aplicación de la moralidad en materia de política exterior. La expresión más sucinta de esta idea, manifestada originalmente en su discurso al Congreso americano de 20 de septiembre de 2001, procede de su exposición ante la Academia del Ejército del Aire de 2 de junio de 2004:
“Durante décadas las naciones libres toleraron en Oriente Medio la opresión a cambio de estabilidad. En la práctica, esta posición trajo poca estabilidad y mucha opresión, así que he cambiado esa política”.
Si el primer pilar desafiaba lo políticamente correcto en materia de relaciones internacionales, no era menos controvertido su segundo pilar: un absoluto rechazo del terrorismo.
Así, el terrorismo no procedía de males económicos que, de algún modo disculpaban, cuando no legitimaban a sus ejecutores, tenidos por personas tan bienintencionadas en sus fines como equivocadas en sus medios. Bush no creía nada de eso y al contrario argumentaba que los “pantanos” en que se cultivaba el terror eran los lugares del mundo en que se carecía de libertad. Las opresiones de dictaduras y autocracias eran los campos de cultivo del terrorismo. De manera aún más deliberada, los terroristas, lejos de ser románticos personajes salidos de la nada y defensores de causas perdidas, eran agentes de organizaciones protegidas, fomentadas, y de modo incluso más habitual, fundadas por estados para desempeñar la guerra por otros medios. Razonamiento que cobra especial actualidad a la luz de los acontecimientos bautizados hoy como “Primavera Árabe”.
Los otros dos pilares eran la necesidad de actuar antes de que se materializaran las amenazas, con el recuerdo bien presente de lo que fracasar al respecto podía significar, y la extensión del conjunto de la Doctrina al llamado “conflicto” palestino-israelí, dejando claro que el liderazgo de Arafat, con sus manos manchadas de sangre, era inaceptable.
De modo que los terroristas no podían ser tratados como delincuentes comunes con medios jurisdiccionales y policiales sino, en la expresión de Norman Podhoretz, como “las tropas irregulares de una alianza militar en guerra contra los Estados Unidos, y, de hecho, contra el mundo civilizado en su totalidad”.
Las batallas de Afganistán e Irak
La guerra contra el terrorismo no se reduce a los conflictos de Irak y Afganistán, pero desde luego los incluye. Entre ambos, los Estados Unidos han perdido a unos 6.300 soldados, en comparación con los más de 15.000 militares soviéticos que murieron en la guerra afgana entre 1979 y 1989, o los 58.000 muertos, la mayoría soldados de reemplazo, de la guerra de Vietnam. Las víctimas civiles, tomadas de fuentes muy dispares que incluyen siempre a cualquier fallecido que no se puede identificar como militar, es decir, a todos los denominados “insurgentes”, y causadas casi en su totalidad por los propios terroristas - baño de sangre que acabó por deslegitimarlos a los ojos de sus originales adeptos - se encuentran en Irak entre los 80.000 y los 100.000 muertos. No hay cifras fiables en cuanto a civiles y talibán afganos muertos por la guerra, aunque fundándolo en diversas fuentes, y con las mismas cautelas respecto a la calificación de “civiles”, puede aventurarse entre 11.500 y 25.000 personas.
Afganistán fue el primer país en ser invadido por los Estados Unidos una vez que Bush comprobó el incumplimiento del ultimátum dado al régimen talibán de entregar a Osama Bin Laden. Afganistán es hoy un país de 34 millones de habitantes con un presidente y una asamblea elegidos democráticamente. Las denuncias de fraude y corrupción en ambas contiendas son numerosas y creíbles, a pesar de lo cual en las cuatro elecciones legislativas y presidenciales habidas hasta el momento han participado mayoritarios sectores de la población.
Se espera que la retirada de tropas americanas se concluirá en 2014, aunque su presencia comenzó a reducirse en julio de 2011. El presidente Obama incrementó el número de soldados allí en una primera ocasión en 17.000 personas, y, tras una revisión estratégica de finales de 2009, en 30.000 militares más, llevando el total americano a 100.000, y el internacional, contando las tropas de los países de la OTAN a unos 140.000.
Después de la guerra soviética y de los enfrentamientos entre los diversos grupos y facciones afganos, los Talibán, una secta extremista de la etnia dominante Pashtún, tomaron el poder en 1996 estableciendo un régimen represivo caracterizado por la aplicación radical del fundamentalismo islámico suní.
Se había refugiado en este país, cuyo gobierno sólo había sido reconocido por el vecino Pakistán, un islamista iluminado con numerosos antecedentes terroristas y que en 1998 había publicado una fatwa ordenando matar americanos. Se trataba de Osama Bin Laden, un millonario de origen saudí que iba a planificar y ordenar desde allí el atentado más espectacular de la historia. Tras la voladura de las Torres Gemelas, de parte del Pentágono, y del fallido intento de atacar quizá el Capitolio con el vuelo 93 que al final se estrelló en Pennsylvania gracias a la valiente intervención de su tripulación y pasaje, Bin Laden esperaba una rendición de los Estados Unidos.
En su mentalidad, cómo se acaba de ver, los guerrilleros musulmanes habían acabado con la Unión Soviética y ahora sólo les quedaba terminar con los más afeminados americanos lo que sería fácil. Ese fue su error.
Tras rechazar el régimen del Mulá Omar, el jefe del parche en el ojo, eterno superviviente y avanzado de los mujaidines en la victoria sobre los rusos, adalid del Islam radicalizado, los Estados Unidos invadían el país en busca de terroristas y quienes los cobijaran. Rápidamente los americanos tomaron las principales ciudades y el poder central de Kabul haciendo huir a los talibán a refugios de la zona sur oeste, en concreto las montañas de Tora Bora.
Hamid Karzai, una figura con vínculos familiares con los reyes del país, fue instaurado como presidente interino hasta el año 2004 en que fue elegido presidente por cinco años. A pesar, o quizá debido a, la rampante corrupción fue reelegido presidente en 2009. Entretanto, en el Sur, aprovechando la mejora del cultivo del opio, los talibán se organizaron para seguir hostigando a los occidentales, a quienes se había delegado la intervención en 2003 a través de la OTAN. Resultó erróneo pensar que la Alianza Atlántica, con un sentido de
solidaridad disminuido por aportaciones y localizaciones pactadas en virtud de intereses y pesos nacionales, restringidas reglas de combate, y ejércitos menos poderosos, podía acabar con los talibán. Estos se rehicieron en su santuario pegado a la frontera con Pakistán y a las llamadas Áreas Tribales Federalmente Administradas que escapaban al limitado poder del estado paquistaní.
Casi paralelamente a la entrega de la misión afgana a la OTAN, a finales de 2003, pensando los americanos que podían contar con el resto de los occidentales para descargarles de algunas de sus obligaciones, las tropas americanas y de la coalición aliada entraron en Irak para desarmar a Sadam Husein.
Irak es hoy una democracia deficiente, pero democracia al fin, con un gobierno basado en unas elecciones justas, las de 2010, y en un parlamento en el que están representadas todas las opciones políticas del país. El primer ministro es el chiíta Nuri Al Maliki, cuyo partido comparte poder con el de su rival, el del también chiíta, pero aglutinador de muchos suníes, Iyad Allawi, mientras que un kurdo, Jalal Talabani, mantiene la presidencia de la república.
La invasión comenzó en marzo de 2003, una vez que los Estados Unidos obtuvieron el respaldo de la ONU a las dieciséis resoluciones previas del consejo de seguridad, fundadas en el peligro que suponía un Irak armado con instrumentos de destrucción masiva.
En aquél momento los servicios secretos de todos los países occidentales implicados en la toma de decisiones daban por hecho que Sadam poseía armas de destrucción masiva. También países como China estaban convencidos de esta situación. Durante años los representantes políticos de los dos partidos americanos en el poder habían identificado a Sadam y sus armas como una amenaza que justificaba el uso de la fuerza. Así, el Iraq Liberation Act, de 1998, una ley aprobada por el Congreso americano el 27 de enero de 1998 y firmada por el presidente Clinton declaraba como “política de los Estados Unidos” el apoyo a esfuerzos para reemplazar el régimen de Sadam Husein y promover la emergencia de un estado democrático. Hacía del cambio de régimen la política oficial de los
Estados Unidos, cinco años antes de la invasión.
La Tercera División de Infantería del Ejército americano tomaba Bagdad el 5 de abril, apenas tres semanas después del inicio de esta.
La violencia de recalcitrantes miembros del partido Baaz de Sadam y de bandas terroristas organizadas empezó a lanzarse contra las fuerzas de la coalición, la representación de la ONU, y la propia población. Ni la captura de Sadam en diciembre de 2003, ni la transferencia de soberanía en junio de 2004, detuvieron la violencia de los enemigos de la democratización del país.
En 2005 se celebraron elecciones constituyentes y a final de año se aprobó una constitución, mientras que la nueva convocatoria de 2006, a pesar del boycot suní, parecía un símbolo prometedor más. No obstante, en febrero de ese año, la voladura de la mezquita de Samara, a pesar del carácter moderador del ayatolá Ali al Sistani entre los chiíes, provocó prácticamente una guerra civil, con numerosas víctimas casi todas ellas musulmanas causadas por atentados de milicias chiíes o extremistas suníes.
Bush había sido reelegido en el año 2004, pero en las legislativas de 2006, el Congreso volvió a manos Demócratas, cuyo apoyo a la guerra había desaparecido debido a su impopularidad y al fracaso interpretado generalmente como la imposibilidad de encontrar las armas de destrucción masiva, que, de entonces en adelante se convertirían en una "mentira" de Bush para llevar a los Estados Unidos irresponsablemente a la guerra.
Rumsfeld fue reemplazado en la secretaría de Defensa por un representante del “establishment”, Robert Gates, participante en el Irak Study Group, que había recomendado una retirada a tiempo. Siguiendo otros informes y sus propios instintos, el presidente Bush en una época de soledad en que todos los medios le tomaban por loco o criminal, o ambos, decidió incrementar la presencia de tropas americanas e incorporar un nuevo mando con una nueva estrategia. El general Petraeus, veterano de Irak, propugnaba una táctica contrainsurgente no sólo basada en la aniquilación de los terroristas, sino a través de la reconciliación con los elementos suníes que estuvieran dispuestos a confiar más en la victoria aliada que en la de AlQaeda.
Los 170.000 soldados y la nueva estrategia obraron el milagro reduciendo la violencia y conteniendo la guerra. A medida que mejoraba la seguridad de los iraquíes tras la alianza del general Petraeus con los suníes de Anbar y el desmantelamiento de las milicias del líder chií Al Sader, con participación decisiva del gobierno del también chií Al Maliki, se advertía que la normalidad podría acabar abriéndose camino en el país de los dos ríos.
La presencia americana se fundaba en las resoluciones 1511, de 2003, y 1546, de 2004, de las Naciones Unidas, así que el gobierno de Bush, para no abandonar a su suerte a un país al que los americanos habían liberado de la tiranía criminal de Sadam, futuro que le envidiarían tantos países árabes como para intentar copiarlo con las revueltas del año 2011, negoció con las autoridades iraquíes el Status Of Forces Agreement, que le correspondería acabar de cumplir a Obama, el nuevo presidente elegido en 2008.
Para inicios de 2010 sólo debían quedar 50.000 soldados americanos que ya previamente, en junio de 2009, se habían retirado de las ciudades. La marcha definitiva tendría lugar a finales de 2011, fecha en la cual se esperaba que los iraquíes pudieran encargarse de su propia seguridad, o que un nuevo acuerdo con los americanos podría garantizar el apoyo de Occidente.
Cuando Obama tomó el poder tras las elecciones de 2008 lo hizo sobre la base de una campaña que prometía ganar la “guerra buena” afgana en contraposición a la “mala” identificada con Irak. Así, en febrero de 2009 aumentó en casi un 50% las tropas allá destinadas - entonces compuestas de 36.000 soldados. Mientras tanto la dirección militar de la guerra permanecía en las mismas manos en que las había dejado Bush: el mismo secretario de Defensa, Gates y el general Petraeus, como jefe del Mando Central, procedente de un exitoso turno en Irak en donde había dado la vuelta a una situación difícil a partir de 2007 en cumplimiento del “surge” del presidente Bush. Por fin, el jefe de las actividades contraterroristas en Irak el general McChrystal, responsable del arresto de Sadam y la liquidación de Zarqawi, era nombrado comandante en la zona de las tropas americanas.
En verano de aquél mismo año, tras unas indisciplinadas declaraciones de McChrystal, Obama le relevó del mando nombrando a Petraeus en su lugar. Tras importantes acciones sobre Marjah y Kandahar, las tropas de la coalición iniciaban la campaña de la primavera de 2011 en relativamente buenas condiciones y con informes procedentes de las filas talibán de agotamiento por la larga lucha y pérdida de guerrilleros dispuestos a abandonar los santuarios, cada vez más inseguros estos por la multiplicada intervención de los aviones teledirigidos cuya eficacia técnica había logrado descabezar el mando talibán.
En diciembre de 2010 Obama había hecho una revisión de su estrategia en la que había avalado las decisiones previamente tomadas. Sobre el terreno cada vez se privilegiaba más la opción denominada afganización, que históricamente tomaba su significado de la llamada vietnamización en que los Estados Unidos comenzaron a desvincularse de la guerra indochina para ponerla en manos de sus aliados del Sur, pero que, por la falta de apoyo americano, acabó con la evacuación de Saigón y la toma del poder en toda la región de fuerzas comunistas dotadas de un insólito ánimo criminal. Conscientes los mandos de estos paralelismos presionaron y lograron de Obama que redujera su cosmética promesa de retirar las tropas en julio de 2011 y que hiciera hincapié en la fecha de 2014, en que se estimaba más probable que las tropas y policías afganos estarían en mejores condiciones para asumir su propia seguridad una vez cumplimentada la afganización del conflicto.
Durante estos años, bajo una nueva Constitución, y con la presencia de niñas en las escuelas, que bajo el régimen talibán lo tenían prohibido, se construyeron carreteras y hospitales, y se dio al país una semblanza de normalidad que no se recordaba ni de antes de la época de los soviéticos.
No obstante, el objetivo burocrático final de la guerra era para Obama "desorganizar, desmantelar, y derrotar" a AlQaeda. Pero este fin estaba ya prácticamente cumplido hacia el año 2009, como consecuencia del cerco a los mandos del grupo terrorista en las zonas lindantes con Pakistán, y el uso enorme pero efectivo de los aviones no tripulados. Para el verano de 2010 Leon Panetta, entonces director de la CIA, consideraba que AlQaeda estaba formada por una cincuentena de miembros, y para Petraeus, en marzo de 2011, AlQaeda lo formaban unos cien individuos. En mayo Bin Laden mismo era eliminado. El grupo terrorista había dejado de ser una amenaza para los Estados Unidos.
Sin embargo, mediáticamente, como Obama y los Demócratas habían ganado las elecciones legislativas de 2006 y las presidenciales de 2008, sobre la base de la derrota de Al Qaeda, opuesta a la derrota de otros enemigos islamistas en Irak que, según se formaba el argumento, no habían atacado a los Estados Unidos, se veían obligados a insistir en esta distinción como capital.
Estados Unidos y Occidente estaban - seguían estando - en guerra contra el islamismo terrorista que se llamaba AlQaeda, pero también régimen talibán, también milicias suníes o milicias chiíes de Moqtada AlSader en Irak, o Red Haqqani en Afganistán, Hezbolá, Hamas, el propio régimen iraní, y las diversas facciones suníes más o menos franquiciadas con Al Qaeda en Somalia, el Magreb, el Cáucaso, y, sobre todo, la Península Arábiga, especialmente en Yemen donde eran dirigidas por un ciudadano americano, Al Awlaki. Explicar tal cosa a la opinión pública revirtiendo lo que se había estado transmitiendo durante años era inútil, o así se lo debía parecer a los asesores de Obama, y, se estimaba, contraproducente una vez que la población estaba cansada ya de la guerra, pero veía que algo debía de marchar bien puesto que se hablaba menos de ella y las bajas, crecientes en los dos últimos años por la deliberada confrontación forzada por los Estados Unidos, se mantenían en niveles moderados.
Finalmente, la operación Libertad Iraquí terminaba oficialmente el 31 de agosto de 2010. Irak siguió sufriendo duros ataques contra la convivencia que incluyeron especiales atrocidades contra la minoría cristiana. Con todo, las muy concurridas elecciones de 2010 dieron lugar a dos coaliciones por encima de las demás. En primer lugar Iraqiya, liderada por Allawi, que obtuvo 91 escaños, seguida del Estado de Derecho de AlMaliki con 89. Tras meses de difíciles negociaciones entre agrupaciones que, en especial la de Allawi, implicaban a las distintas tendencias religiosas y étnicas del país, Maliki retuvo la posición de primer ministro, mientras compartía con Allawi carteras clave y con los kurdos la presidencia del país.
En definitiva, con todos los problemas que aún quedaban por resolver, a los diez años del 11 de septiembre, Estados Unidos y Occidente habían ganado la batalla de Afganistán, después de haberlo hecho en Irak, y se preparaban quizá para controlar las consecuencias de las caídas de los regímenes autocráticos y dictatoriales que caían para entonces en todo Oriente Medio, reabriendo el peligro del islamismo y la anarquía, y remitiendo al segundo lóbulo de la guerra, el combate contra las tiranías, auténtico caldo de cultivo de lo que Lewis había llamado la “rabia musulmana”.
La seguridad interior, único interés nacional
En marzo de 2011 el Presidente Obama dejó el campo abierto a los juicios por comisiones militares a los terroristas retenidos en el campamento sito en la bahía de Guantánamo. Revocaba así la orden que las prohibía, publicitada a bombo y platillo dos años atrás junto con la promesa incumplida de cerrar el penal. Era la más significada de las rectificaciones, pero, de ninguna manera la única.
Obama, siempre precavido con las tendencias reflejadas en las encuestas, y una vez calmado el ambiente hostil a Bush en el que adoptó su compromiso, no hacía sino atender a la reacción del pueblo americano ante dos intentos impedidos de atentados en masa: uno mediante un avión de línea en la Navidad de 2009, y otro en la Times Square neoyorquina en mayo de 2010. Aquél año un 60% de los americanos ya estaban a favor de mantener abierta la cárcel de Guantánamo.
Pero en todo el ámbito de la llamada seguridad interior, Obama había procurado seguir bien de cerca los éxitos de Bush. Puede decirse que su único cambio fundamental, y esto no es trivial, afectó al lenguaje.
Islamismo y terrorismo pasaron a ser expresiones inutilizables, no sólo por la ministra del ramo, Janet Napolitano, sino por cualquiera que, investido de autoridad pública, tratase estos temas. Ahora bien, las disposiciones que otrora la izquierda había calificado como contrarias a los derechos humanos, y como la demostración de que los Estados Unidos estaban desmoralizándose al usar las mismas armas que el adversario, permanecieron sustancialmente en vigor.
Sí, ciertamente, Obama había prohibido a la luz de las cámaras, dos días después de su inauguración, en enero de 2009, el programa "secreto" de interrogatorios de la CIA. No importaba que su carácter secreto ya no lo fuera para nadie, ni que su mención estuviera destinada a mostrar una transparencia y apertura más cosméticas que reales. Se obviaba también el dato más relevante de que este programa ya no estaba siendo usado desde hacía más de dos años. Y que el uso de las técnicas más controvertidas, como el “waterboarding” había sido prohibido por Bush en 2003, tras ser usadas con tres – tres – detenidos. Uno de ellos proporcionó información capital para la posterior localización y liquidación de Bin Laden en mayo de 2011. A cambio, lo que iba a permanecer en vigor eran las disposiciones fundamentales del Patriot Act, la ley destinada a otorgar mayores poderes a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado para prevenir el terrorismo ¿Cómo iba a jugar Obama con esta vertiente de la lucha antiterrorista que tan efectiva había resultado bajo su predecesor?
A pesar de la continuidad, y probablemente por un cúmulo de razones, de las que no puede excluirse ese cambio en los vocablos políticamente admisibles, se produjeron durante el mandato de Obama varios atentados.
El primer acto en quebrar la tranquilidad fue el ataque del mayor Hassan, un psiquiatra militar musulmán, que asesinó a 13 personas en el cuartel de Fort Hood. Sus contactos con el clérigo islamista Anwar AlAwlaqi, quien también había entrado en contacto con alguno de los responsables del 11 de septiembre, encendieron todas las alarmas gubernamentales. Sin embargo, aún no cambiaron las actitudes: islamismo y terrorismo siguieron siendo palabras no usadas por el Gobierno durante aquellos días. Tras las investigaciones abiertas ante tan dramático fallo de seguridad que había permitido a un islamista – “lobo solitario”, según se insistía por entonces - causar tal masacre, se reconoció que el Pentágono nunca debió permitir ascender con tanta naturalidad a una persona cuyo abrazo del radicalismo musulmán era evidente para todos los que le rodeaban. ¿Era esto posible si islamismo y terrorismo eran palabras vedadas y conceptos nebulosos?
En la Navidad de 2009 un joven nigeriano que había sido entrenado en Yemen por AlQaeda, denominada allá AlQaeda en la Península Arábiga, y con contactos con el omnipresente AlAwlaki líder de aquella rama del grupo terrorista, intentó hacer volar un avión que iba de Ámsterdam a Detroit con un dispositivo escondido en los calzones. La suerte, más que otra cosa, evitó la tragedia. El padre del terrorista había advertido días atrás a la embajada americana en Nigeria que su hijo podría estar planeando algo. De nuevo, los errores del Gobierno de Obama habían sido dramáticos por minusvalorar el peligro terrorista.
Entonces, John Brennan, el responsable de la materia en la Casa Blanca, sin abandonar todavía las letales anteojeras ideológicas, dio a entender en rueda de prensa que le sorprendía que hubiera gente que siguiera queriendo atentar contra los Estados Unidos. En términos similares se pronunciaba la ministra Janet Napolitano. Es decir, el discurso según el cual eran los Estados Unidos quienes habían generado el terrorismo con su actitud se desmoronaba, pero los encargados de prevenirlo o todavía no podían creerlo, o al menos estaban convencidos de que no debían reconocerlo en público.
Lo cierto era que una parte de AlQaeda refugiada en Yemen estaba decidida a volver a atentar contra Estados Unidos. La Administración tomó buena nota. Preparó operaciones especiales allá, a donde viajó el general Petraeus, trató de asesinar a Awlaki y a otros líderes de AlQaeda en el lugar, alguno de los cuales, notablemente Said Ali al-Shihri, había salido de Guantánamo, donde la nacionalidad más representada era precisamente la yemení. Esta razón no dejó de pesar para detener las liberaciones de prisioneros acontecidas hasta entonces.
A mediados de 2010 un paquistaní intentó volar la plaza de Times Square con una bomba escondida en un vehículo. Esta vez fue la policía de Nueva York la que, alertada por dos vendedores ambulantes, descubrió el coche bomba a tiempo de desactivarlo. En todas las instancias policiales y judiciales las declaraciones del detenido no pudieron resultar más explícitas: era un yihadista obsesionado con matar multitud de americanos.
Así que, después de unos dubitativos inicios, convencido de la obligatoriedad de proporcionar seguridad a los americanos tras los atentados de 2001, Obama se limitó a ordenar a las fuerzas del orden que hicieran lo mismo que antes. Por desgracia, faltaba una cosa importante: la convicción, y la identificación política y pública del enemigo, en lugar de su equívoca ocultación.
Si toda esta lista recuerda, con el agravante de que los intentos de atentado se producían ahora ya fundamentalmente en suelo americano, los treinta años de complacencia con el terrorismo que llevaron al 11S, es porque hay notables similitudes. Pero hay también una diferencia, Obama, a pesar de sus cautelosas palabras, no había dejado de intervenir con fuerza letal no sólo en Pakistán y Afganistán, sino en Yemen, llevando a más de cien anuales los ataques con aviones teledirigidos contra miembros de AlQaeda en diversas zonas del planeta. De nuevo contra AlQaeda había incrementado también las operaciones especiales en repúblicas ex soviéticas y otros lugares en busca de los enemigos de los Estados Unidos. Seguía callando al respecto, pero había dado por buena la interpretación anterior en virtud de la cual la seguridad interior no podía limitarse a la acción judicial y policial, y que debía estar vinculada a la capacidad de prevenir la amenaza procedente del exterior, y a castigar a los inductores cuando el daño no había podido ser evitado. Tampoco nadie en la prensa destacaba esta progresiva identificación con los parámetros ideológicos elaborados durante el gobierno de Bush.
Basado en los paradigmas de la posmodernidad, Obama creyó que lo fundamental de su actuación era dar satisfacción a los procesos de lógica más que difusa, confusa, que los presidían. Así, entendió que lo que el mundo parecía desear, la Pax Americana, sin los actos necesarios para garantizarla, él podía proporcionárselo.
No obstante, creía realmente, o eso parecía, que la Doctrina Bush había fracasado en su conjunto, y que la guerra contra el terrorismo había pasado a una nueva fase. Basado en la convicción de Truman de que un líder sólo puede lo que su pueblo está dispuesto a dar, la única analogía aplicable era la de las dos fases de la guerra fría. Si de acuerdo con la primera, la contención, había sido una constante aplicación de presión contra el adversario, de acuerdo con la segunda, propiciada por la derrota de Vietnam, en buena medida auto-infligida, lo que procedía era la “détente”. Lo peculiar de la posición de Obama era que su política, que podría llamarse de la “nonchalance” (dejadez o desidia) no la había traído el fracaso de la precedente, sino que precisamente lo que la hacía posible era su éxito.
El caso más significativo era el de Libia, en donde las pocas prisas para actuar y la posibilidad de permitir que Francia asumiera un liderazgo que no se acompasaba con su fuerza real, era posible porque, como consecuencia del derrocamiento de Sadam el tirano libio – tradicional sponsor del terrorismo - había entregado sus armas de destrucción masiva. El problema de esta “nonchalance”, como otrora de la “détente”, era el peligro de finlandización, o de apaciguamiento que transformara de tal manera a las sociedades que combatían el terrorismo hasta el punto de admitir su chantaje y modificar su actitud como consecuencia de la presión exterior otorgando la mayor de las victorias al terrorismo.
La retirada estratégica corría precisamente ese riesgo. El de una paulatina rendición bajo la apariencia de una reacción moderada, sopesada, racional y exenta de exceso. Y aún había otra opción, que, Obama, ilustrado por sus asesoras en materia de seguridad internacional Anne-Marie Slaughter y Samantha Powers, no hubiera abandonado la convicción que subyacía a muchos de los discursos que había dado sobre la materia, a saber, que la supremacía de los Estados Unidos era “inmoral” y debía hacer mutis por el foro.
Esta guerra, como la Fría, es una pelea ideológica cuya victoria sólo se logrará con la convivencia con el Islam, es decir con la renuncia de sus extremistas a acabar con los infieles por la vía física, y con su advenimiento a la libertad, con la desaparición de sus tiranos. No es, según la favorita expresión de Obama en campaña, esta una guerra por elección, sino por necesidad. No nos queda más remedio. En la sucinta expresión de Bernard Lewis: O les llevamos la libertad, o nos destruyen.