A la sombra del patrón imperial: la política exterior de España

por Ángel Pérez González, 5 de febrero de 2009

El siglo XVIII marca en la política exterior española un punto de inflexión de gran trascendencia. Hasta esa fecha, con altibajos y a pesar del terrible desgaste producido en el reinado de Carlos II, la política exterior española había gozado de una razonable autonomía doctrinal, a saber, contemplaba la acción española fuera de sus fronteras peninsulares como el conjunto de acciones al servicio de los intereses materiales o ideológicos de la monarquía hispánica. La guerra de sucesión y la llegada a España de una nueva casa reinante torna esa autonomía en completa dependencia doctrinal, aparece ya sin remedio la división entre francófilos y anglófilos; y retrae definitivamente la acción exterior que adquiere su actual carácter defensivo y a menudo desnortado. Tal es la ausencia de doctrina exterior propia que tras la perdida de América la política exterior acabará por convertirse en una prolongación menor de los numerosos problemas de política interior que España arrastraría hasta bien entrado el siglo XX. España deja de existir como actor influyente, y a menudo también se desliza hacia la invisibilidad de un actor de tercera fila. Peor, esa invisibilidad duradera termina por ser aceptada en todos los ámbitos: académico, popular y político. España asume su papel secundario, sin posibilidad aparente de ligar su actividad exterior a la tradición imperial (rechazada por razones ideológica a menudo) y falta de un ideario que contribuya a organizar aquella como una política global que tenga sentido. Desde que tal circunstancia es un hecho esos dos caballos de batalla han resultado una constante. Situar a España en el grupo de los grandes y dotarla de un ideario que permita identificar los intereses  nacionales satisfactoriamente.
 
Se ha intentado, con éxito a menudo, vincular esa decadencia en lo concerniente a la política exterior con la debilidad española en otros ámbitos, en particular el industrial y a partir del XIX el colonial. Pero semejante vínculo, que de manera inmediata puede parecer razonable, es desde una perspectiva general discutible. España de hecho no dejó nunca de ser una gran potencia tras la guerra de Sucesión; tampoco tras la emancipación americana, siempre entre los diez grandes en el XIX y gran parte del siglo XX. El más que notable desarrollo económico de las últimas décadas tampoco ha modificado sustancialmente los patrones de política exterior, que iniciaron una transformación en las dos legislaturas Aznar; pero han permanecido anclados en la pobreza intelectual y formal más desalentadora. La política española resulta provinciana, poco ambiciosa, carece de independencia, no contempla el interés nacional con criterios objetivos o, al menos, uniformes y mantiene una naturaleza seguidista, permaneciendo viva la división entre anglofilia y francofilia; con  fuerza renovada tras la última y lastimosa legislatura socialista.
 
El XVIII marca por tanto un cambio en la acción exterior de España que ha resultado ser estructural. Dilucidar en que consistió ese cambio de patrón resulta de suma importancia; y entender el patrón anterior también, pues hoy por hoy la política exterior española está sometida  a una tensión que habitualmente se niega o desconoce conscientemente: la recuperación del patrón imperial, que a  veces se persigue en su totalidad, y otras parcialmente, generando nuevas y agudas disfunciones que todos los gobiernos contemporáneos han contribuido a crear. Desde este punto de vista la política exterior española mantiene una notable coherencia a pesar de los cambios de gobierno o de régimen.
 
El patrón imperial
 
La política exterior que inauguran los Reyes católicos y consolida más tarde la Casa de Austria respondió a un patrón reconocible, duradero y singular. Sin duda la actividad exterior fue cambiante, pero el patrón de inspiración resultó ser el mismo en lo material e ideológico. En lo material quedaron fijadas las zonas geográficas de actividad y la clase de política a seguir en ellas: América (expansión y consolidación), Norte de África (contención y fijación), Asía (expansión y fijación) y Europa (consolidación y contención). En lo ideológico también quedaron establecidos los elementos de inspiración permanentes: contención del protestantismo, contención del Islam, defensa de la cristiandad, evangelización y consolidación del status de gran potencia. Estas ideas  configuraron una política exterior complicada sobre el terreno, pero sencilla conceptualmente. Resultó, sobre todo, una política singular, hasta el punto de integrar simbólicamente elementos que en principio gozaban de independencia unos de otros (por ejemplo lo español y lo católico). Los siglos XVI y XVII por tanto contemplan una España que actúa como gran potencia, en el XVI, de hecho, como la mayor y única gran potencia mundial; que opera sobre los cinco continentes y que posee una ideología precisa, de cuya bondad la nación parece convencida, y que permite configurar de forma unitaria un conjunto vasto de decisiones y acciones políticas y militares que de otro modo hubieran resultado desordenadas e inútiles. El patrón imperial, por tanto, tiene un sujeto (la monarquía hispánica), un objeto (el imperio) y una ideología (catolicismo). Para entender en su justa medida este patrón, y compararlo con la España actual, es posible insertarlo en una forma moderna de explicar las relaciones internacionales.
 
Una teoría capaz de explicar el funcionamiento de la Sociedad Internacional debe necesariamente remitirse a aquellos elementos básicos que son evidentes en el funcionamiento de  las relaciones internacionales, extraerlos de sus respectivos contextos regionales y proyectar sus características sobre la totalidad de forma que esta adquiera sentido. Si se considera, por ejemplo, que la actividad terrorista es el elemento más destacado de la presente circunstancia histórica, una teoría conflictual resulta tremendamente atractiva. Si se estima que el fin de las diferencias ideológicas es un hecho, una teoría cultural resulta una solución perfecta. Si se admite, sin embargo, que lo determinante no es la actividad terrorista o el choque de culturas, sino el la tensión entre ideologías, una teoría ideológica constituye  la mejor opción.
 
He aquí una fórmula sencilla y obvia de explicar el funcionamiento de las relaciones internacionales, una teoría que explicaría el terrorismo, la tensión cultural y el relativismo comprensivo como tres manifestaciones de un enfrentamiento inevitable y, desde un punto de vista histórico, estructural entre configuraciones ideológicas. Lo ejemplar de esta teoría es que sus postulados pueden aplicarse en círculos concéntricos a todos los ámbitos de expresión, regionales, nacionales o multilaterales, de una sociedad. La teoría del enfrentamiento estructural explica la naturaleza conflictiva de las relaciones internacionales atendiendo a la existencia de un enfrentamiento permanente e inevitable, por ejemplo, entre  totalitarismo y la libertad; o entre liberalismo y socialismo. Todos  requieren para ser operativos en la sociedad humana una forma comprensible, que se traduce en la configuración de ideas, y estas de ideologías, que responden a uno u otro patrón. No siempre es sencillo reconocer este enfrentamiento, muy evidente durante la guerra fría, pero no tanto en un contexto de fuertes tensiones culturales que difuminan los aspectos fundamentales del conflicto ideológico. Esto es, los enfrentamientos no son tributarios únicamente de la expansión territorial o la protección de intereses económicos, sino de la existencia de ideologías conflictivas que animan en los individuos que las comparten la necesidad de configurar  realidades basadas en ellas. De ahí que las más conflictivas sean aquellas que carecen de un plano físico en el que desarrollar sus postulados, plano que deben conquistar sus adeptos utilizando instrumentos de naturaleza variada entre los que puede y a menudo se encuentra la violencia. Existen por tanto ideologías con base territorial y política, con imperio; e ideologías que carecen de el. Dado que las ideologías son producto de la actividad humana, estas pueden mutar en sus formas y decaer en su intensidad, generando el fenómeno de los imperios sin ideología.
Esta que podría interpretarse a la luz del relativismo como la situación ideal, es de facto la más inestable de todas, pues un imperio debe por necesidad bien poseer una ideología que lo sustenta, buscarla si carece de ella o perecer, bajo la presión de aquellas fuerzas capaces de movilizar a los individuos con más eficacia y lealtad. La realidad internacional posee ejemplos de los casos descritos: Rusia es un imperio que busca ideología; Europa un imperio que se queda sin ella; los EEUU un imperio con ideología y el islamismo una ideología que carece de imperio.  La interacción entre esas variables está en el origen de los graves problemas de seguridad que afectan de forma habitual a la sociedad internacional. En una estructura como esta la posición de la España del XVI y XVII hubiera sido equivalente a la de EEUU hoy: un imperio con ideología.
 
El cambio de patrón
 
El cambio de patrón doctrinal se produce en el siglo XVIII. La Guerra de Sucesión y el advenimiento de los Borbones genera una sinergia hasta entonces imposible entre las nuevas corrientes de pensamiento que se abren paso en Europa, originadas lejos de España y opuestas a menudo a algunos de los valores representados por la monarquía católica hispánica; y la Corona, que trae consigo proyectos de renovación interesantes, pero desquiciantes en términos ideológicos. Estos cambios pueden resumirse en lo concerniente a la política exterior en varios puntos:
 
La Corona deja de concebirse a sí misma y a la nación como unidades de transmisión de un proyecto ideológico universal.
 
Por su origen y la asunción del carácter anticuado del ideal imperial español tradicional, la política exterior renuncia a su independencia. Más allá de la defensa de América toda la política española se centrará en seguir a Francia o a Inglaterra.
 
Aparece la división entre anglófilos y francófilos, mantenida hasta hoy sin solución de continuidad.
 
Se asume la naturaleza secundaria de España como potencia, a pesar de su vasto imperio y recursos, elementos que deberían haber bastado para mantener el rango indiscutible de gran potencia. Esto es, desaparece la voluntad política.
 
Se consolida la idea, estructural, del “atraso español”, sobre la que ha pivotado desde entonces toda una corriente de pensamiento crítico y destructivo del que son buenos ejemplos modernos los discursos  de las organizaciones políticas de izquierdas.
 
El siglo XVIII por tanto constituye el inicio de muchas de las tensiones vivas hoy en la política exterior española, entre ellas, el deseo de ser reconocida como potencia relevante; la necesidad de establecer una posición autónoma frente a las potencias tradicionales, incluyendo hoy a los EEUU; y el complejo de inferioridad que lleva a diplomáticos, políticos y cuerpos completos de la administración a emular, copiar o ridiculizar a sus homólogos de otras naciones; cuando no a protagonizar reclamaciones de reconocimiento exterior poco elegantes.
 
En definitiva con el siglo XVIII cambia el patrón ideológico, progresivamente secular y carente ya de sentido universal; desaparece la voluntad política capaz de sostener una proyección de gran potencia; la percepción geográfica se reduce, reforzándose una política de consolidación, y no de expansión y la política interior comienza a gravitar sobre la idea del reformismo, con frecuencia importado; un concepto que ha permanecido vivo durante tres siglos en sus diferentes variantes siempre sobre la base de una idea fija: el carácter caduco de la España imperial y la excepcionalidad negativa del hecho español.
 
La historia reciente
 
A pesar de las notables diferencias que han existido entre las políticas exteriores de unos períodos y otros desde el final de la Restauración hasta hoy, desde el punto de vista analizado la homogeneidad resulta llamativa. Puede resumirse en los siguientes puntos:
Ausencia de autonomía conceptual. La política exterior española  ha imitado la propia de las grandes potencias o ideologías de referencia (socialismo, colonialismo), o su propio pasado (grandeza imperial, hispanoamericanismo).
 
Búsqueda de reconocimiento internacional como un fin en sí mismo. Dado que la nación carece de voluntad de gran potencia, se aspira a ver reconocido ese rango por los demás.
 
Arraigado prejuicio de inferioridad, cuya manifestación interna se configura progresivamente como un enfrentamiento entre dos supuestas naturalezas o realidades nacionales (idea de las dos Españas).
 
Las tres características son evidentes en el reinado de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, la República, la etapa franquista y por último en la última etapa democrática. Las variaciones resultan menos relevantes que los elementos unificadores por ejemplo entre el franquismo y el período parlamentario disfrutado hoy: proyección atlántica, acercamiento a Europa, catolicismo, atlantismo o socialismo como ideología de proyección universal; reconocimiento internacional y contraposición entre francofília y anglofilia. La aspiración es en todo momento la regeneración de un patrón exterior propio que termina por coincidir en sus líneas geográficas (proyección americana, presencia en Europa, contención en el Magreb) y en la búsqueda de una idea que alimente y justifique una proyección exterior cara y poco provechosa: la hispanidad, la defensa de la democracia, el socialismo, el pacifismo o cualquier otra variante que permita presentar a España como valedora de algo más que una posición netamente práctica y material.
 
Derecha e izquierda pugnan por elaborar un patrón de similar estructura, pero distinto contenido ideológico. Esto es, ambas aspiran a configurar una potencia, con proyección relevante e influencia internacional, utilizando para ello la proyección de escala que ofrece Iberoamérica y el tamaño relativamente grande de España dentro de la Unión Europea. Sin embargo se distinguen cada vez más en su filiación (francófila la izquierda y atlantista o anglófila la derecha) y en los vectores ideológicos que deben inspirar esa acción, una mezcla desordenada de pacifismo, socialismo y mística revolucionaria en la izquierda, llena de tintes poco amables con el pasado español; y una proyección de signo más liberal, atlantista y práctica, mas amable con el pasado nacional, en la derecha.
Coincidiendo ambos en la interpretación de España como una realidad a modernizar con rapidez, herencia estructural de la idea secular de decadencia e inferioridad, tan acusada como inconsistente. Las diferencias ideológicas tienen notables consecuencias prácticas. Desde las relaciones con los EEUU, el funcionamiento de la Comunidad Iberoamericana, hasta la defensa de Ceuta y Melilla o el tratamiento de dictaduras como la cubana, casi cualquier fenómeno con proyección exterior termina por recibir un tratamiento diametralmente opuesto según recaiga en uno u otro lado la responsabilidad de atenderlo. Pero manteniendo siempre el deseo de verse reconocidos en el exterior como la potencia que el escaso esfuerzo propio se empeña en negar. La insistencia de Rodríguez Zapatero por estar presente en la reunión del G20 en Washington sirve de ejemplo, casi cómico, de este deseo irrefrenable de reconocimiento exterior.
 
Conclusión
 
Nada parece augurar la superación del patrón que hoy, y desde el siglo XVIII, rige la política exterior española. La ausencia de mitos nacionales de proyección universal, o el rechazo de los que existen, no lo hace posible. Sin embargo resultaría sumamente útil reconocer la existencia de aspiraciones comunes, entre ellas la búsqueda de una influencia exterior que no está por necesidad fuera del alcance de las manos. El despectivo tratamiento que recibió en la izquierda la política exterior de la época Aznar, ambiciosa sin duda, considerando que la derecha no solo guardaba una idea caduca de la grandeza de España, sino falsa, muestra también cuan lejos se está por ahora de ese consenso. Debe entenderse, en todo caso, que si España no se considera a sí misma y actúa como una potencia relevante en el concierto internacional, difícilmente será reconocida como tal por las demás naciones.
El siglo XVIII marca en la política exterior española un punto de inflexión de gran trascendencia. Hasta esa fecha, con altibajos y a pesar del terrible desgaste producido en el reinado de Carlos II, la política exterior española había gozado de una razonable autonomía doctrinal, a saber, contemplaba la acción española fuera de sus fronteras peninsulares como el conjunto de acciones al servicio de los intereses materiales o ideológicos de la monarquía hispánica. La guerra de sucesión y la llegada a España de una nueva casa reinante torna esa autonomía en completa dependencia doctrinal, aparece ya sin remedio la división entre francófilos y anglófilos; y retrae definitivamente la acción exterior que adquiere su actual carácter defensivo y a menudo desnortado. Tal es la ausencia de doctrina exterior propia que tras la perdida de América la política exterior acabará por convertirse en una prolongación menor de los numerosos problemas de política interior que España arrastraría hasta bien entrado el siglo XX. España deja de existir como actor influyente, y a menudo también se desliza hacia la invisibilidad de un actor de tercera fila. Peor, esa invisibilidad duradera termina por ser aceptada en todos los ámbitos: académico, popular y político. España asume su papel secundario, sin posibilidad aparente de ligar su actividad exterior a la tradición imperial (rechazada por razones ideológica a menudo) y falta de un ideario que contribuya a organizar aquella como una política global que tenga sentido. Desde que tal circunstancia es un hecho esos dos caballos de batalla han resultado una constante. Situar a España en el grupo de los grandes y dotarla de un ideario que permita identificar los intereses  nacionales satisfactoriamente.
 
Se ha intentado, con éxito a menudo, vincular esa decadencia en lo concerniente a la política exterior con la debilidad española en otros ámbitos, en particular el industrial y a partir del XIX el colonial. Pero semejante vínculo, que de manera inmediata puede parecer razonable, es desde una perspectiva general discutible. España de hecho no dejó nunca de ser una gran potencia tras la guerra de Sucesión; tampoco tras la emancipación americana, siempre entre los diez grandes en el XIX y gran parte del siglo XX. El más que notable desarrollo económico de las últimas décadas tampoco ha modificado sustancialmente los patrones de política exterior, que iniciaron una transformación en las dos legislaturas Aznar; pero han permanecido anclados en la pobreza intelectual y formal más desalentadora. La política española resulta provinciana, poco ambiciosa, carece de independencia, no contempla el interés nacional con criterios objetivos o, al menos, uniformes y mantiene una naturaleza seguidista, permaneciendo viva la división entre anglofilia y francofilia; con  fuerza renovada tras la última y lastimosa legislatura socialista.
 
El XVIII marca por tanto un cambio en la acción exterior de España que ha resultado ser estructural. Dilucidar en que consistió ese cambio de patrón resulta de suma importancia; y entender el patrón anterior también, pues hoy por hoy la política exterior española está sometida  a una tensión que habitualmente se niega o desconoce conscientemente: la recuperación del patrón imperial, que a  veces se persigue en su totalidad, y otras parcialmente, generando nuevas y agudas disfunciones que todos los gobiernos contemporáneos han contribuido a crear. Desde este punto de vista la política exterior española mantiene una notable coherencia a pesar de los cambios de gobierno o de régimen.
 
El patrón imperial
 
La política exterior que inauguran los Reyes católicos y consolida más tarde la Casa de Austria respondió a un patrón reconocible, duradero y singular. Sin duda la actividad exterior fue cambiante, pero el patrón de inspiración resultó ser el mismo en lo material e ideológico. En lo material quedaron fijadas las zonas geográficas de actividad y la clase de política a seguir en ellas: América (expansión y consolidación), Norte de África (contención y fijación), Asía (expansión y fijación) y Europa (consolidación y contención). En lo ideológico también quedaron establecidos los elementos de inspiración permanentes: contención del protestantismo, contención del Islam, defensa de la cristiandad, evangelización y consolidación del status de gran potencia. Estas ideas  configuraron una política exterior complicada sobre el terreno, pero sencilla conceptualmente. Resultó, sobre todo, una política singular, hasta el punto de integrar simbólicamente elementos que en principio gozaban de independencia unos de otros (por ejemplo lo español y lo católico). Los siglos XVI y XVII por tanto contemplan una España que actúa como gran potencia, en el XVI, de hecho, como la mayor y única gran potencia mundial; que opera sobre los cinco continentes y que posee una ideología precisa, de cuya bondad la nación parece convencida, y que permite configurar de forma unitaria un conjunto vasto de decisiones y acciones políticas y militares que de otro modo hubieran resultado desordenadas e inútiles. El patrón imperial, por tanto, tiene un sujeto (la monarquía hispánica), un objeto (el imperio) y una ideología (catolicismo). Para entender en su justa medida este patrón, y compararlo con la España actual, es posible insertarlo en una forma moderna de explicar las relaciones internacionales.
 
Una teoría capaz de explicar el funcionamiento de la Sociedad Internacional debe necesariamente remitirse a aquellos elementos básicos que son evidentes en el funcionamiento de  las relaciones internacionales, extraerlos de sus respectivos contextos regionales y proyectar sus características sobre la totalidad de forma que esta adquiera sentido. Si se considera, por ejemplo, que la actividad terrorista es el elemento más destacado de la presente circunstancia histórica, una teoría conflictual resulta tremendamente atractiva. Si se estima que el fin de las diferencias ideológicas es un hecho, una teoría cultural resulta una solución perfecta. Si se admite, sin embargo, que lo determinante no es la actividad terrorista o el choque de culturas, sino el la tensión entre ideologías, una teoría ideológica constituye  la mejor opción.
 
He aquí una fórmula sencilla y obvia de explicar el funcionamiento de las relaciones internacionales, una teoría que explicaría el terrorismo, la tensión cultural y el relativismo comprensivo como tres manifestaciones de un enfrentamiento inevitable y, desde un punto de vista histórico, estructural entre configuraciones ideológicas. Lo ejemplar de esta teoría es que sus postulados pueden aplicarse en círculos concéntricos a todos los ámbitos de expresión, regionales, nacionales o multilaterales, de una sociedad. La teoría del enfrentamiento estructural explica la naturaleza conflictiva de las relaciones internacionales atendiendo a la existencia de un enfrentamiento permanente e inevitable, por ejemplo, entre  totalitarismo y la libertad; o entre liberalismo y socialismo. Todos  requieren para ser operativos en la sociedad humana una forma comprensible, que se traduce en la configuración de ideas, y estas de ideologías, que responden a uno u otro patrón. No siempre es sencillo reconocer este enfrentamiento, muy evidente durante la guerra fría, pero no tanto en un contexto de fuertes tensiones culturales que difuminan los aspectos fundamentales del conflicto ideológico. Esto es, los enfrentamientos no son tributarios únicamente de la expansión territorial o la protección de intereses económicos, sino de la existencia de ideologías conflictivas que animan en los individuos que las comparten la necesidad de configurar  realidades basadas en ellas. De ahí que las más conflictivas sean aquellas que carecen de un plano físico en el que desarrollar sus postulados, plano que deben conquistar sus adeptos utilizando instrumentos de naturaleza variada entre los que puede y a menudo se encuentra la violencia. Existen por tanto ideologías con base territorial y política, con imperio; e ideologías que carecen de el. Dado que las ideologías son producto de la actividad humana, estas pueden mutar en sus formas y decaer en su intensidad, generando el fenómeno de los imperios sin ideología. Esta que podría interpretarse a la luz del relativismo como la situación ideal, es de facto la más inestable de todas, pues un imperio debe por necesidad bien poseer una ideología que lo sustenta, buscarla si carece de ella o perecer, bajo la presión de aquellas fuerzas capaces de movilizar a los individuos con más eficacia y lealtad. La realidad internacional posee ejemplos de los casos descritos: Rusia es un imperio que busca ideología; Europa un imperio que se queda sin ella; los EEUU un imperio con ideología y el islamismo una ideología que carece de imperio.  La interacción entre esas variables está en el origen de los graves problemas de seguridad que afectan de forma habitual a la sociedad internacional. En una estructura como esta la posición de la España del XVI y XVII hubiera sido equivalente a la de EEUU hoy: un imperio con ideología.
 
El cambio de patrón
 
El cambio de patrón doctrinal se produce en el siglo XVIII. La Guerra de Sucesión y el advenimiento de los Borbones genera una sinergia hasta entonces imposible entre las nuevas corrientes de pensamiento que se abren paso en Europa, originadas lejos de España y opuestas a menudo a algunos de los valores representados por la monarquía católica hispánica; y la Corona, que trae consigo proyectos de renovación interesantes, pero desquiciantes en términos ideológicos. Estos cambios pueden resumirse en lo concerniente a la política exterior en varios puntos:
 
La Corona deja de concebirse a sí misma y a la nación como unidades de transmisión de un proyecto ideológico universal.
 
Por su origen y la asunción del carácter anticuado del ideal imperial español tradicional, la política exterior renuncia a su independencia. Más allá de la defensa de América toda la política española se centrará en seguir a Francia o a Inglaterra.
 
Aparece la división entre anglófilos y francófilos, mantenida hasta hoy sin solución de continuidad.
 
Se asume la naturaleza secundaria de España como potencia, a pesar de su vasto imperio y recursos, elementos que deberían haber bastado para mantener el rango indiscutible de gran potencia. Esto es, desaparece la voluntad política.
 
Se consolida la idea, estructural, del “atraso español”, sobre la que ha pivotado desde entonces toda una corriente de pensamiento crítico y destructivo del que son buenos ejemplos modernos los discursos  de las organizaciones políticas de izquierdas.
 
El siglo XVIII por tanto constituye el inicio de muchas de las tensiones vivas hoy en la política exterior española, entre ellas, el deseo de ser reconocida como potencia relevante; la necesidad de establecer una posición autónoma frente a las potencias tradicionales, incluyendo hoy a los EEUU; y el complejo de inferioridad que lleva a diplomáticos, políticos y cuerpos completos de la administración a emular, copiar o ridiculizar a sus homólogos de otras naciones; cuando no a protagonizar reclamaciones de reconocimiento exterior poco elegantes.
 
En definitiva con el siglo XVIII cambia el patrón ideológico, progresivamente secular y carente ya de sentido universal; desaparece la voluntad política capaz de sostener una proyección de gran potencia; la percepción geográfica se reduce, reforzándose una política de consolidación, y no de expansión y la política interior comienza a gravitar sobre la idea del reformismo, con frecuencia importado; un concepto que ha permanecido vivo durante tres siglos en sus diferentes variantes siempre sobre la base de una idea fija: el carácter caduco de la España imperial y la excepcionalidad negativa del hecho español.
 
La historia reciente
 
A pesar de las notables diferencias que han existido entre las políticas exteriores de unos períodos y otros desde el final de la Restauración hasta hoy, desde el punto de vista analizado la homogeneidad resulta llamativa. Puede resumirse en los siguientes puntos:
Ausencia de autonomía conceptual. La política exterior española  ha imitado la propia de las grandes potencias o ideologías de referencia (socialismo, colonialismo), o su propio pasado (grandeza imperial, hispanoamericanismo).
 
Búsqueda de reconocimiento internacional como un fin en sí mismo. Dado que la nación carece de voluntad de gran potencia, se aspira a ver reconocido ese rango por los demás.
 
Arraigado prejuicio de inferioridad, cuya manifestación interna se configura progresivamente como un enfrentamiento entre dos supuestas naturalezas o realidades nacionales (idea de las dos Españas).
 
Las tres características son evidentes en el reinado de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, la República, la etapa franquista y por último en la última etapa democrática. Las variaciones resultan menos relevantes que los elementos unificadores por ejemplo entre el franquismo y el período parlamentario disfrutado hoy: proyección atlántica, acercamiento a Europa, catolicismo, atlantismo o socialismo como ideología de proyección universal; reconocimiento internacional y contraposición entre francofília y anglofilia. La aspiración es en todo momento la regeneración de un patrón exterior propio que termina por coincidir en sus líneas geográficas (proyección americana, presencia en Europa, contención en el Magreb) y en la búsqueda de una idea que alimente y justifique una proyección exterior cara y poco provechosa: la hispanidad, la defensa de la democracia, el socialismo, el pacifismo o cualquier otra variante que permita presentar a España como valedora de algo más que una posición netamente práctica y material.
 
Derecha e izquierda pugnan por elaborar un patrón de similar estructura, pero distinto contenido ideológico. Esto es, ambas aspiran a configurar una potencia, con proyección relevante e influencia internacional, utilizando para ello la proyección de escala que ofrece Iberoamérica y el tamaño relativamente grande de España dentro de la Unión Europea. Sin embargo se distinguen cada vez más en su filiación (francófila la izquierda y atlantista o anglófila la derecha) y en los vectores ideológicos que deben inspirar esa acción, una mezcla desordenada de pacifismo, socialismo y mística revolucionaria en la izquierda, llena de tintes poco amables con el pasado español; y una proyección de signo más liberal, atlantista y práctica, mas amable con el pasado nacional, en la derecha.
Coincidiendo ambos en la interpretación de España como una realidad a modernizar con rapidez, herencia estructural de la idea secular de decadencia e inferioridad, tan acusada como inconsistente. Las diferencias ideológicas tienen notables consecuencias prácticas. Desde las relaciones con los EEUU, el funcionamiento de la Comunidad Iberoamericana, hasta la defensa de Ceuta y Melilla o el tratamiento de dictaduras como la cubana, casi cualquier fenómeno con proyección exterior termina por recibir un tratamiento diametralmente opuesto según recaiga en uno u otro lado la responsabilidad de atenderlo. Pero manteniendo siempre el deseo de verse reconocidos en el exterior como la potencia que el escaso esfuerzo propio se empeña en negar. La insistencia de Rodríguez Zapatero por estar presente en la reunión del G20 en Washington sirve de ejemplo, casi cómico, de este deseo irrefrenable de reconocimiento exterior.
 
Conclusión
 
Nada parece augurar la superación del patrón que hoy, y desde el siglo XVIII, rige la política exterior española. La ausencia de mitos nacionales de proyección universal, o el rechazo de los que existen, no lo hace posible. Sin embargo resultaría sumamente útil reconocer la existencia de aspiraciones comunes, entre ellas la búsqueda de una influencia exterior que no está por necesidad fuera del alcance de las manos. El despectivo tratamiento que recibió en la izquierda la política exterior de la época Aznar, ambiciosa sin duda, considerando que la derecha no solo guardaba una idea caduca de la grandeza de España, sino falsa, muestra también cuan lejos se está por ahora de ese consenso. Debe entenderse, en todo caso, que si España no se considera a sí misma y actúa como una potencia relevante en el concierto internacional, difícilmente será reconocida como tal por las demás naciones.